Sólo eran las 2 de la mañana o al menos era lo que su reloj marcaba. Ella estaba inquieta, nerviosa, y ni siquiera las horribles pastillas que el médico le había recetado la relajaban. Le era imposible conciliar el sueño, llevaba días sin hablar con su familia, cada cosa mal que hacía era una decepción para ellos. Intentaba ver el lado positivo de las cosas pero no encontraba nada a lo que aferrarse. Aquella situación en la que se encontraba la estaba perdiendo.
Encendió la luz, se quedó observando de un lado a otro su habitación, no había nada, nada extraño. Era de esperar que todo siguiera en su sitio. La puerta y los armarios cerrados, la ventana abierta... todo parecía estar bien, todo estaba en su sitio.
Escuchó unos ruidos extraños que venían del tejado, sin pensarlo dos veces subió a ver qué era lo que estaba pasando. Se puso una enorme sudadera, unos calcetines de lana, cogió su paquete de tabaco y comenzó a subir aquellas escaleras de caracol que daban al tejado.
Todo parecía estar en perfecto estado. Se sentó en una de las esquinas de la azotea, sacó un cigarrillo y lo encendió. Calada tras calada el tiempo transcurría, la noche se le echaba encima. Se acabó aquel cigarrillo y bajó a su habitación, se metió de nuevo en la cama, con la intención de dormir, descansar.
El estridente sonido de la alarma comenzó a sonar, solo eran las siete de la mañana. La apagó y al rato su madre la vino a despertar, no supo cómo reaccionar, la tarde anterior ellas habían discutido. La discusión fue más fuerte de lo habitual y su madre acabo llorando.
A pesar de ello su madre, la miro a los ojos, le dio un beso y le dijo -prepárate o llegarás tarde.
Es el primer día después de Navidad, no querrás llegar tarde ¿verdad?, no, le contestó. Respiró, se relajó y seguidamente asintió.
Había pasado ya una hora desde que el despertador sonó, en menos de 30 minutos tenía que vestirse, desayunar, peinarse...
¡Date prisa! -gritó su madre. Ella continuó con la misma actitud, finalmente acabó saliendo de casa y se encaminó hacia el colegio.
No era más que un lunes por la mañana, le quedaba toda la semana por delante.
Llegó a clase, se sentó en su mesa, alejada de todos. Las vacaciones de Navidad no habían sido lo que esperaba. La ruidosa sirena daba el comienzo de la semana. Nada más empezar, ya estaba soñando con salir de aquella cárcel a la que llamaban colegio.
Los segundos parecían minutos, los minutos parecían horas y las horas parecían años. Esa primera parte de las clases le suponía un gran esfuerzo, sin embargo intentaba comprender lo que le explicaban. No paraba de mirar aquel dichoso y enorme reloj que observaba tras la ventana, situado en una de las columnas del patio, una y otra vez se volvía a girar, pero la hora seguía igual. Todo estaba pasando con una gran lentitud. Al fin, la sirena sonó era la hora del recreo. Respiró profundamente, cogió su almuerzo y su paquete de tabaco. Aunque no se podía fumar ella siempre iba a la zona más alejada del colegio para estar sola. Llegó a su rincón donde habitualmente pasaba su tiempo libre. Hoy más que nunca necesitaba ese estado de soledad.
Encendió el último cigarro de su cajetilla. La primera calada siempre era la peor y comenzó a toser de lo fuerte que estaba. Bebió un poco de agua y volvió a coger aquel maldito y estúpido cigarro.
La mayoría de sus recreos los empleaba en estar sola mientras pensaba en su vida. Se hacia las típicas preguntas de ¿por qué todo le iba tan mal? ¿Por qué nunca encontró hueco con algún grupo de amigos?
La verdad es que su vida no era muy fácil. Sus padres estaban divorciados y la mayoría de las discusiones venían prolongadas por el rencor de la separación, muchas veces también la comparaban con su hermana: a ella la veían como un desecho social, mientras que su hermana era la hija perfecta. Si, básicamente se pasaba los recreos reprochándose su vida, ¿qué había hecho ella distinto para sentirse de esa manera?.
La odiosa sirena volvía a dar el comienzo de la segunda parte de las clases, sabía que ya quedaba menos para volver a meterse en su cama y no volver a salir. Así, que se dirigió hacia las puertas del edificio para subir, fue esquivando todos aquellos charcos de agua, no tenía ninguna intención de llegar pronto a clase, pero, de repente, toda la gente empezó a correr para no llegar tarde, recibió empujones tanto de derecha como de izquierda.
Por mucho que chillara, creía que nadie le iba a hacer caso, se guardó sus ganas de gritar y continuó su camino hacia clase. Uno de esos empujones la hizo caer al suelo, en medio de un charco lleno de barro. La gente paró ante la situación y la vieron ahí, tirada. En ese instante el tiempo ya no importaba a nadie, les daba igual llegar tarde a clase. Se quedaron observándola y en ese mismo instante el patio del colegio se convirtió en una plaza de risas, y alguna que otra carcajada.
Nada más levantarse del suelo volvió a verse sola entre un montón de charcos. Subió a clase sin ninguna prisa. Ya que llegaba tarde no tenía nada que perder, entró en el baño para limpiarse, pero seguía igual de sucia, dejó el grifo correr, se miró al espejo y comenzó a llorar. ¿Podía irle peor?
Entró en clase y todas las miradas de sus compañeros iban dirigidas hacia ella, había alguno que otro que se burlaba constantemente de su aspecto, por mucho que intentasen herirla ella seguía firme, nada la iba a detener, ya había sufrido bastante, contuvo sus lágrimas mientras escondía su pálida cara tras su melena alborotada.
Una vez más la sirena daba el cambio de clase, solo le quedaban cincuenta minutos para alejarse de sus compañeros, aunque sabía que a la mañana siguiente se despertaría y la pesadilla volvería a comenzar. Respiró hondo, resopló y la clase comenzó.
Volvió a casa, a su habitación, dónde ella se encontraba segura, todos los días aspiraba que al dormir sus sueños la hicieran desaparecer, pero sus sueños no se cumplían, por lo que la intranquilidad por la que pasaba todas las noches, hacían que se repitiera su rutina nocturna, subir al tejado para respirar, volver a bajar y meterse en la cama.
Su único pensamiento era no volver a despertar.
Los días pasaban y nada cambiaba. Todo seguía igual, iba al colegio, hacia lo mismo de cada día aislándose de los demás. La situación en su casa empeoraba con el tiempo, ya no sabía dónde esconder sus ganas de llorar, ya no sabía que hacer.
Cada vez que necesitaba pensar, volvía a subir por las escaleras de caracol que daban a su tejado, buscaba su rincón, se sentaba en una de las esquinas y se quedaba observando al horizonte intentando hallar respuestas, a veces solo subía para tomar el aire o más bien para mirar las estrellas y alejarse de su familia.
Se pasaba las noches contemplando el cielo, daba igual que hiciera frío o calor no había ninguna noche en la que su pálida cara y su larga melena no sintieran el viento del norte o del sur, no había ningún día en el que sus cristalinos ojos no contemplaran las múltiples estrellas del firmamento en noches abiertas, no había ningún día en el que sus delicados oídos se perdieran en escuchar el sonido de los búhos y el aullar de los perros que vagabundeaban por las calles.
No había día en el que su pequeño y delicado corazón no sufriera por cosas insignificantes, pero importantes para ella, no había ningún día en el que sus ojos se llenaran de lágrimas, no creía que hubiera ningún día perfecto en su vida.
No había, no había ningún día...