Un cielo completamente oscuro cubría el Hades por completo. Ningún astro podía nacer en aquel enorme mar de petróleo que se situaba encima de un polvoriento suelo de ceniza y polvo oscuro, donde nada nacía. Ninguna luz señalaba camino alguno por el que alguien pudiese guiar sus pasos hasta un destino fijo; tampoco existía sonido alguno que perturbase la calma y el silencio que invadían aquel reino oscuro y frío dominado por la muerte.
En aquella solitaria y oscura inmensidad, se alzaba un enorme castillo negro como el azabache. Era una construcción gigantesca, como aquellos gigantes de piedra que los mortales construían en la Edad Media para que sus monarcas vivieran en ellos fuera de peligro y rodeados de los máximos lujos que un poderoso de la época pudiese conseguir a expensas de tener que pisotear a los súbditos que vivían varios metros por debajo de sus pies; con gruesos muros de piedra oscura como la noche, fuertes y altos torreones, y enormes huecos en las fachadas donde se abrían enormes ventanales que le permitían a los habitantes del interior contemplar la oscuridad reinante en aquel extraño paraje.
Aquel lugar no se regía por el mismo tiempo que movía las agujas de los relojes del mundo de los vivos porque, allí, aquel fenómeno no les servía para nada. No existían horarios, períodos o prisas por llegar tarde a ningún sitio; pues a los habitantes que merodeaban por aquellos lares, gente incorpórea cuyo cuerpo debía de estar pudriéndose en algún hueco escavado en la tierra que en aquel momento estaría siendo pasto de los gusanos.
A los pies del castillo, sentadas bajo un viejo árbol muerto, tres mujeres ataviadas con largas capas negras estaban concentradas en su tarea: una de ellas hilaba un largo cordón de seda en una rueca del mismo color que su túnica; otra, junto con una larga y fina vara de madera oscura, medía hilos interminables con gran paciencia; y la última, acompañada de unas enormes y antiguas tijeras de hierro oxidado en mano, intentaba escoger con tino uno de los hilos que se posicionaban en frente suya.
- Hermanas- dijo la dueña de las afiladas tijeras- Es la primera vez en siglos que me muestro tan indecisa ante la elección del hilo que debería cortar.
- Átropo- dijo la mujer de la rueca- No nos interesan tus problemas. Coge el primero que veas y problema resuelto.
- Mi querida, Cloto- respondió Átropo- Tan bromista como siempre, hermana. Si tan sólo pudiese coger el ojo...
- Ni hablar- respondió enfadada la propietaria de la vara de madera, dirigiendo sus cuencas vacías hacia la voz de su compañera de trabajo- La última vez que te apropiaste del ojo, éste acabó en la laguna Estigia y tuvimos que pedirle ayuda a nuestro señor Hades para sacarlo de sus profundidades.
- Que aburrida eres, Láquesis- resopló Átropo. Después, alargó su huesuda mano violácea hacia uno de los hilos y, con maestría, un corte limpio dividió el trozo de lana blanca en dos. De pronto, un grito fantasmagórico invadió el ambiente y una mujer de pálida piel y ataviada con un níveo vestido echo jirones atravesó el cielo rauda hasta que sus pies translúcidos tocaron el oscuro suelo de tierra.
- Al final no era tan difícil, ¿verdad?- dijo Láquesis con orgullo- Y no necesitaste el ojo para llevar a cabo tu tarea.
- Cierra la boca, vieja pelleja- respondió Átropos.
- Pasa arrugada.
- Moco arácnido.
- Cíclope asqueroso.
- ¡Basta ya las dos!- ordenó Cloto- Ya no sois tan jóvenes para estas peleas infantiles, hermanas.
- Aguafiestas- susurró Átropos.
- Volved a vuestras tareas y que no se hable más- añadió la hermana mayor. A partir de ahí, el silencio invadió el espacio de las tres hermanas, que se volvieron a concentrar en su imperturbable tarea mientras observaban con sus rostros desprovistos de globos oculares como el agua de los cuatro ríos que atravesaba la oscura meseta se movía lenta y tranquila, sin que nadie pudiese perturbar su sosegado curso.
De pronto, algo perturbó la tranquilidad que reinaba en el Inframundo; a lo lejos, como por arte de magia, una luz apareció en el horizonte. Era una luz cálida como un rayo de sol y tan pequeña como una estrella en el firmamento. Las tres hermanas estaban extrañadas ante aquel inusual suceso, pues en el Hades no existían astros ni objetos que pudiesen irradiar esa luz tan suave y, a la vez, tan poderosa.
- ¿Qué es áquello?- preguntó la mayor, Cloto.
- ¿Qué es que?- volvió a preguntar la mediana, Láquesis- No veo nada. Pero siento algo que perturba la frialdad de este reino muerto.
- Déjame ver- dijo Átropos, la más pequeña de las tres, mientras cogía el ojo que las moiras compartían. Lo encajó en la cavidad vacía de su rostro y dirigió su mirada hacia el horizonte- Que cosa más extraña, una luz en este mundo oscuro. Parece que se mueve.
- ¿Qué se mueve?- preguntó Cloto extrañada- ¿Será alguno de los espectros que habitan esta tierra?
- No lo creo- respondió la menor- La luz que emanan los espíritus de los mortales es blanquecina y apenas irradia una brizna de calor. Esta es diferente y, cada vez, se hace más grande.
Las moiras seguían allí, quietas e inamovibles, mientras aquel punto de luz brillante se acercaba más hacia donde ellas estaban. Poco a poco, el redondel luminoso fue tomando forma, forma humana; un cuerpo brillante estaba subiendo la colina donde se encontraba el árbol seco en el cual las tres mujeres solían hacer su tarea. A medida que subía, su imagen se iba haciendo cada vez más nítida y clara: era la figura de un joven alto, de complexión fuerte, piel reluciente como el oro, al igual que sus ropas; una brillante armadura de combate dorada que refulgía como una enorme estrella brillante. Luego, comenzó a distinguirse una mata de pelo rubio debido a la luz amarillenta que su cuerpo desprendía y, al final, se materializaron dos pequeños ojos plateados, como dos pequeñas lunas que le daba a aquel extraño ser la capacidad de ver toda la naturaleza muerta que le rodeaba.
Las tres ancianas estaban perplejas, jamás habían visto un espectro que emitiese aquella cálida y brillante luz. Era un fenómeno extraño que nunca habían presenciado en sus largos siglos de existencia, y eso que habían permanecido en aquella tierra yerma desde el inicio de los tiempos.
- ¿Quién eres y que es lo que quieres?- preguntó Cloto nerviosa.
- Quisiera hablar con el señor Hades- dijo el extraño ser luminoso con una voz suave como la seda.
- ¿Y se puede saber para que un ser como tú quiere hablar con nuestro amo y señor?- añadió Láquesis.
- Me gustaría pedirle un favor- respondió el ser.
- Pues antes de que te dejemos hablar con Hades, deberíamos saber que es lo que deseas pedirle, ¿no crees?- dijo Átropos- Así que, cuéntanos joven ente luminoso, ¿cuál es el deseo que pretendes manifestar ante el dios de los muertos y señor de estas tierras?
- Que me ayude a reunirme con mi amada- respondió.