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 "Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
Al andar se hace el camino,
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar."

Antonio Machado

Alrededor de un hogareño fuego, uno frente al otro, se reunían dos hombres en un bosque. Mor, el que ocupaba el lado izquierdo, le faltaba un ojo que tapaba recelosamente con un paño ensangrentado; Brug, el de la derecha, le dolía un brazo, que se aferraba con su otra mano al cuerpo. Uno tenía el cabello bermejo; el otro bruno. Ambos observaban las llamas sin pronunciar palabras, como si aquella noche no necesitara charlas amenas; no había cabida para el jolgorio ni para las explicaciones. Pues todo el ambiente se encontraba sumergido en un profundo pesar.

Sobre el césped descansaba el filo desnudo de una espada, cuyo poseedor no necesitaba pero mantenía a su lado. Una hoja dorada y ancha que estaba estática, dada la naturaleza de su esencia, pero danzaba junto al fuego, el cual le arrancaba sombras y luces a su vistoso color.

Mor era zurdo y un poco cobarde; Brug era diestro y bastante inteligente. Al que le faltaba un ojo poseía una sola espada, mientras el pelirrojo tenía dos: una sobre el césped y otra enfundada en su cinturón.

El fuego sacaba destellos del rojizo cabello de Brug e iluminaba el oscuro de Mor.

Ambos eran hombres de guerra, también mercenarios que vendían sus espadas al mejor postor e incluso disfrutaban de la fama de sus logros porque siempre habían salido victoriosos hasta que tuvo lugar la última contienda.

En este momento sobrecogedor ninguno rompió el silencio, mientras se sentaban en derredor a la fogata y observaban las llamas; por lo que el tiempo continuó, sin hacerles conscientes de su avance. No supieron cuánto tiempo se perdieron en sus memorias, ni cuándo sus gargantas se habían secado y sus estómagos habían comenzado a rugir.

De repente, el fuego crepitó e hizo centellear un ojo oscuro y almendrado; el único que quedaba en el rostro. Por unos instantes, aquel ojo se convirtió en el espejo de un recuerdo cruel y pesaroso, por lo que en él se reflejaron episodios de una cruenta batalla, y estos fueron visualizados por los tres ojos que estaban presentes en el lugar.

Tan sumidos se hallaban en sus recuerdos que no advirtieron que estaban siendo observados por las sombras; pues a lo lejos del pequeño lugar desprovisto de árboles, en el que se hallaban, había una figura oscura agazapada sobre la rama de un árbol.

No fue la insistencia de pensar, tampoco el sonido del hambre ni el reconocimiento del espía lo que les devolvió a la realidad, sino el destello del alba que comenzó a colarse al interior del bosque. Mientras lo hacía, estaba repleta de inocencia y juventud como si quisiese juguetear con los huéspedes de aquel solitario lugar; quitando al fuego su importancia al iluminarlo. Sin embargo, los negros corazones de aquellos dos seres se hallaban encogidos en un puño a causa del destino. Ninguna palabra de consuelo o determinación conseguiría solventar el mal que padecían, o eso creían.

De repente, Mor rompió el silencio en aquel terrible vacío de sus corazones; dando inicio a la primera conversación en susurros después de ese angustioso silencio.

–Pensad, infeliz, que hoy no tenemos halagos que endulcen nuestros oídos por la hazaña y tampoco palparemos en nuestros bolsillos las monedas de la victoria, que el eco del tañer de las campanas de la Ciudad Blanca no sonarán a través de los troncos de estos árboles –señaló una densa y ancha columna de humo que se alzaba sobre las copas de los árboles hacia el cielo– porque no seremos dignos de escuchar los vítores y alabanzas para jolgorio nuestro, ni seremos héroes de una ciudad fantasma. ¡Malditas sean las horas aciagas en las que decidí embarcarme en esa empresa abocada al más mísero fracaso! –gruñó sintiéndose rabioso y frustrado, mientras su rostro se hinchaba y se tornaba rojo por la cólera creciente. Necesitaba quejarse en voz alta porque tenía la sensación de que si no lo hacía, aquel dolor se le pudriría dentro causando un gran mal, por lo que una vez lo dijo, guardó silencio mientras recuperaba la compostura durante unos segundos hasta que admitió–: ¿Sabéis lo que más temo? No es el dinero ausente y nunca recibido, tampoco el estado de mi reputación como guerrero ni los enemigos que vendrán a por nuestras cabezas, sino los hombres, mujeres y niños que hoy no están vivos caminando por las calles de su ciudad.

EL PRECIODonde viven las historias. Descúbrelo ahora