El Sufrir de la Madre

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Lamentación sobre Cristo muerto

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Lamentación sobre Cristo muerto.
Autor: Andrea Mantegna

★★★

El frío se calaba en sus ancianos huesos. Crujían, dolían, lloraban.
Ella, ella que había sido niña, mujer, esposa y madre. Ella que recibió la gracia de Dios en su seno, ella que fue bendecida, ahora se estaba consumiendo, marchitándose en un pozo de amargura, pues ninguna madre debería ungir el cadáver de su hijo.
Su hijo, su luz, el pastor que guiaba a las ovejas, aquel que predicaba la palabra del señor, había muerto entre lamentos y agonía. Torturado, humillado y asesinado por sus creencias, por ser, por existir, por querer la paz y el amor entre los hombres.

Su hijo había sido el modelo a seguir de muchos, el que cambió vidas, el que convirtió en ley su palabra, el que abrió los ojos a los ateos, el obrador de milagros, el vástago de Dios.

Pero para ella solo era su niño, el pequeño que creció en sus entrañas y trajo al mundo entre sangre y gritos de dolor. La criatura que había alimentado con sus pechos llenos, lozanos; repletos de leche y juventud. El niño que había visto jugar en las arenas, siendo bueno, siendo amable, siempre mostrando empatía y comprensión. Su niño perfecto, la luz de sus ojos, su mayor alegría. Y ya nunca más volvería a verle.

No volveria a contemplar su sonrisa pura, sincera, fresca y admirable. No volvería a ver el brillo de la determinación en sus ojos, cuando cumplía con su misión en la tierra. No volvería a ver sus manos obrar milagros que volvían creyentes a los incrédulos. No volvería a escuchar un te quiero de sus labios, sus brazos no volverían a abrazarla y su profunda respiración no volvería a calmarla en las noches de insomnio.

Su hijo se había ido para siempre, y se había llevado lo mejor de ella. Ya no era joven, ya no era hermosa, ya no era la elegida de los ángeles... Y ahora tampoco era una madre. ¿Que le quedaba ya más que esperar la muerte y el reencuentro con el hijo de Dios que vino al mundo a través de su cuerpo?
Sólo esperaba que esta llegase pronto, que el buen Dios que antaño posó en ella su mirada, premiando su fe con el mejor de los regalos, tuviera a bien concederle un último deseo, la primera y única petición que María le había hecho jamás, que se la llevase, que la acogiese en su seno y no prolongase su agonía en aquel valle de lágrimas. Pues no hay dolor más grande en el universo, que el de una madre que ha perdido a su hijo.

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