El zar Toji se despidió de la zarina. Marchó de viaje junto a sus soldados a un lugar muy lejano debido a la guerra, y ella se sentó sola, junto a los enormes ventanales de su amplia habitación, para aguardar su regreso.
Le esperaba durante horas. Durante todo el día hasta que llegaba la noche, observando siempre al camino. Cansándose sus ojos de tanto mirar, añorando su regreso. Pero su esposo no volvía. Desencadenándose entonces una tempestad de nieve, y toda la tierra del reino se cubrió de un hermoso manto blanco.
Transcurrieron así muchos meses, durante los cuales la zarina no se apartó de los ventanales, ni dejó de mirar con anhelo al camino.
Sumida en la tristeza, y en la más profunda soledad por estar lejos de su amado, la bella mujer recibió un día, la mejor noticia de su vida. En la víspera de la fiesta de Navidad por la noche, Dios mandó un bello hijo a la zarina.
Tan solo dos años después del nacimiento de su primogénito, por la mañana, regresó finalmente de su largo viaje el tan esperado zar y padre.
Bajó de su caballo, entregando las riendas a un guardia. Entró por las puertas de su palacio, y corrió escaleras arriba hasta la habitación donde esperaba la joven madre.
La hermosa mujer, sentada frente a su tocador acomodando sus cabellos, volteó con asombro, hacia dónde estaba su esposo. Y con una radiante sonrisa en su rostro, se levantó de su asiento y corrió a sus brazos, siendo recibida con la misma alegría.
Pero no todo sería felicidad. Tarde o temprano, la tragedia siempre golpea a la puerta, y no puedes dejarla cerrada para siempre.
Desgraciadamente, la salud de la joven madre se había ido deteriorando con el tiempo, posiblemente producto de la misma tristeza. Y cuando el zar llegó, a ella ya no le quedaba mucho.
Un par de meses fue lo único que consiguió vivir el joven padre y rey junto a su hijo y su amada, antes de que ella diera su último aliento, una mañana de otoño.
Sentados sobre la alfombra del amplio salón, justo frente a la estufa, y estando entre los brazos de su esposo, la zarina levantó su vista un momento, quitándola del niño que dormía tranquilo, arrullado en sus brazos. Levanto su mano derecha, tocando con suavidad la mejilla de su marido que le abrazaba por la espalda. Le miró con una sonrisa suave y suspiró, mientras cerraba lentamente sus ojos, exhalando su último respiro.
El hombre detuvo la mano de su esposa antes de que recayera, manteniéndola en su mejilla. Parecía que se había quedado dormida, pero el zar sabía que no era así. Su pequeño hijo se despertó y se removió entre los brazos de su difunta madre. El rey apretó sus ojos, bajando su cabeza, escondiéndola en el cuello de su esposa, reteniendo un sollozo mientras las lágrimas caían en silencio.
El gran y único amor de su vida se había ido, y con ella, parte de su alma.
Por mucho tiempo el zar no logró consolarse. La pérdida de su reina le había devastado. Solo podía sonreír con tristeza al ver crecer a su bello hijo, sabiendo que su amada se estaba perdiendo esos momentos. El niño había sacado la hermosura de su madre, y también su dulce personalidad.
Día y noche el viudo rey imploraba al cielo obtener consuelo. Poder pasar los días junto a su príncipe sin estar constantemente sufriendo por dentro.
Durante mucho tiempo se juró a sí mismo, y a su esposa, frente a la tumba de esta, que no volvería a tener otro amor. Que no volvería a posar sus ojos sobre otra mujer. Que solo viviría para su reino y su hijo. Pero, ¿¡qué hacer!?
Él era solo un humano. Era solo un pecador como los demás mortales. Por lo que, transcurridos seis años de la muerte de la zarina, el zar se casó con otra mujer.
Era una bella muchacha perteneciente a la clase alta. El joven padre la había conocido en una de las tantas fiestas que se solían hacer en su palacio.
Y, a pesar del encanto y de la belleza de la fémina, el zar no tuvo realmente un interés amoroso en ella. Pero entonces, ¿por qué tomó la decisión de desposarla?
La respuesta era la siguiente: necesitaba una reina, según las palabras de los miembros del consejo real. Una mujer fuerte, inteligente y confiable que estuviera junto a él y le apoyara durante su reinado.
Sin embargo, la verdadera razón que le había llevado a aceptar aquello, era el ver crecer prácticamente solo a su pequeño hijo. Él no podía estar todo el tiempo con el niño, aunque lo quisiera y lo intentara.
El niño necesitaba del calor y el amor de una madre. Alguien que estuviera a su lado y lo protegiera. Alguien que le diera cariño y le guiara. Y aquella mujer parecía simplemente perfecta.
Pues hay que decir la verdad. Su nueva esposa era joven, alta, esbelta, hermosa e inteligente. Y lo más importante para el zar: una madre muy cariñosa y llena de amor para dar... Una zarina de verdad. Digna de ser su esposa. Digna de ser la nueva madre de su hijo.
Pero por desgracia, la muchacha tenía varios defectos que el zar Toji al principio no pudo detectar. Ella era orgullosa, hipócrita, de un carácter insoportable y, sobre todo, celosa hasta lo increíble.
Además de ser una mujer increíblemente cruel. No importaba con quién fuera. Así fuera con sus más leales sirvientes, o con su propio hijastro. Le daba igual. Cualquiera que se metiera en su camino sufriría las consecuencias. Jamás permitiría que alguien le quitara lo que era suyo.
Nunca permitiría que le quitaran su posición como nueva zarina. Que nadie le quitara sus lujos. Que nadie le quitara a su esposo.
Fueron incontables las maldades que les hizo a muchas personas del reino, siempre a escondidas del zar. Pero lo que se atrevió a intentar hacerle a su hijastro, y a todo aquel que intentó ayudar al joven, sobrepasó sus límites, y desde luego sin saberlo, le traería problemas a futuro.
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𝙴𝚕 𝚣𝚊𝚛é𝚟𝚒𝚌𝚑 𝚢 𝚕𝚘𝚜 𝚜𝚒𝚎𝚝𝚎 𝚐𝚞𝚎𝚛𝚛𝚎𝚛𝚘𝚜.. ❄
RandomHistoria SukuFushi, basada en el cuento "La princesa muerta y los siete bogatyrs", del escritor ruso Alexander Pushkin publicado en 1833. Le he cambiado algunas cosas y agregado algunas otras.