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Corría el año 1999

Me coloqué el delantal negro en la cintura. Ya casi eran las ocho y la clientela de la mañana llegaría en cualquier momento. Normalmente, entre junio y septiembre, nuestro pueblo solía llenarse de turistas que llegaban para veranear en la playa o de familiares que buscaban alejarse un poco de la rutina. Mi trabajo era sencillo y un poco aburrido, pero no en esas fechas. 

Había tres camareras y cada una se encargaba de cuatro mesas, yo prefería quedarme detrás de la barra; era barista y me gustaba hacer magia detrás de la máquina del café expresso.

Localicé el paquete de granos que solía moler recién comenzaba la jornada, me encantaba el olor y servirlo bien fresco. En la mesa más cercana estaban sentados un grupo de señores jubilados, no me molestaban, porque debatían sobre política y esperaban pacientes su primera taza de café. Eran cinco y siempre pedían lo mismo, me conocía sus gustos de memoria.

Una hora después el señor Sanlés entró para comerse un rollito de canela y un café latte, era un cliente al que le tenía mucho cariño. Me limpié las manos en mi delantal y le sonreí al hombre de sesenta y algo.

―¿Qué me tienes para hoy, Diana? ―dijo mientas se acomodaba en uno de los asientos de la barra.

―Ya lo verá ―contesté, y luego llené rápidamente la mitad de una taza con café negro―. ¿Cómo lo está llevando?

―Yo solo... necesito superar el día a día. ―Se encogió de hombros sin querer hablar mucho sobre el tema―. Cuando la gente me pregunta como estoy, por muy loco que suene, quiero aparentar estar bien. No quiero lucir como el pobre viudo, aunque de todos modos esa es la etiqueta que la mayoría está utilizando.

―Se le ve cansado ―comenté, e incliné la taza para comenzar a rellenar el centro con espuma.

―No dormí bien anoche ―contestó, y giró la cabeza para ver a un grupo nuevo de clientes que llegaban―. Serán días agitados.

―Podremos con ello ―dije pensando en los clientes, también en su dolor. Solté la jarrita de leche y comencé a darle forma a la figura con un palillo―. Siento tanto lo de su esposa, desearía que hubiera algo que pudiera hacer por usted.

―La quisiste mucho, eso para mí es suficiente ―respondió con amabilidad.

Asentí extendiéndole la taza de café recién lista. Le di la razón, claro que la quise, fue la mejor profesora que pude tener. Tenía una semana tratando de animarlo con alguna nota musical, un animal o hasta una cara graciosa, pero ese día dibujé en la espuma un corazón. Se tomó su tiempo para observar lo que había hecho antes de darle un sorbo.

―Mi esposa solía decir, que además de hacer el mejor café del mundo, tienes mucho talento con las letras. Deberías escribir un día una historia de amor.

―Lo siento, señor Henry, pero yo no tengo mucha experiencia en esa área.

―Bueno, yo que tú dejaría que la vida me sorprenda ―dijo girando la cabeza hacia la mesa donde estaba un cliente nuevo. Seguí su mirada y me encontré con unos ojos que me dejaron sin habla, unos ámbar pero tan claros que parecían amarillos. El tipo enarcó las comisuras de sus labios a un lado y yo aparté la vista de golpe―. Podrías ir hasta su mesa y tomarle la orden.

―No, no puedo... me quedaré aquí segura con mi máquina de expresso ―decidí, porque lo tenía muy claro, la gente que veraneaba en el pueblo lo que quería era solo diversión.

Advertí que seguía mirándome pero con más escrutinio. Vestía unos vaqueros desteñidos y una playera verde, el pelo castaño le caía desordenado en la frente como si solo se lo hubiera peinado con los dedos. Nuestros ojos volvieron a encontrarse y toda la bulla del local pareció disminuir mientras nosotros estábamos ahí, suspendidos, congelados... No sé si fue la intensidad o el hecho de que presentí una revolución en mi vida pero la conexión fue fuerte y extraña. Juro por Dios que nunca he vuelto a sentir algo similar.

Cuando tus ojos me miran ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora