El lago negro de la mente

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Hay momentos en los que deberías estar feliz, pero no lo estás; momentos en los que, todo lo que te rodea, está bien. Tu familia está bien, tienes trabajo, tienes la suerte de amar, y de ser amada... Posees todo, todo..., excepto el aire que llena tus pulmones. Sientes un terrible vacío que te angustia y que jamás se sacia. Que no se erradica por muy buenos propósitos que tengas en mente, porque ésta divaga, se evade y se pierde en la inmensidad de la nada. Intentas arrancar de tus entrañas esas palabras, son dagas que no permiten que broten de tus labios; se condensan en tu pecho y son incapaces de salir al exterior, por más que lo intentas. Sientes que tienes el mundo y que, aún así, algo te falta: lo más esencial, lo que sabes que posees, que no resurge, que no da la cara, y que te está matando por dentro. La solución está embebida por un gran lago negro que la consume y te consume. Traga tus sentimientos y los deposita en su fondo; cada día que pasa, avanza más y más, haciéndose dueño de partes que ni siquiera sabías que tenías. Comienza en tu cabeza, que con un ligero hilillo de agua, se introduce poco a poco en tu pecho; de ahí baja a tu estómago, y se estanca. El hilo de agua, se va haciendo cada vez más grande, y va corriendo más caudal. Y ese caudal, termina golpeando cada pared de tu cuerpo. Y te avisa. Vaya que si te avisa, se jacta diciéndote: ¡eh!, estoy aquí, y te estoy ganando terreno. Mis dominios son más extensos que hace unos días, y acabaré siendo el poseedor de todo esto, de lo que era tu casa, haré mi templo. Los ojos ya no brillan; la sonrisa, se perdió en algún lugar del pasado; y el pasado, no aparece en la mente para poder llegar al futuro. Un gran velo de incertidumbre me da lo buenos días, y un gran manto de miedos y desazón, me arropa por las noches. Ni los dedos responden ante los estímulos, porque se niegan a moverse. Ni los párpados quieren ya abrirse y cerrarse, porque están agotados. Ni las piernas quieren caminar, porque están impedidas. Y la salvación, la iluminación, no aparece. Se queda relegada en el lago oscuro. No tiene intención de concederme la bendición de sanar. Mi cuerpo se debilita, mis ganas desaparecen; mis ilusiones yacen derrumbadas entre escombros de sueños rotos. Y el corazón, el motor de mi carruaje se queja y lamenta, porque entristecido, late por hábito, por costumbre, pero sin sentir la sangre cómo le colma y se reemplaza por otra renovada. El agua salada de los ojos se enjuga de nuevo, jamás sale de su escondite, y se niega a asomarse a ellos. La garganta, trata de proferir un simple susurro pero ni un solo sonido brota de ella. Ha perdido su tono, ha perdido su tintineo y su fuerza. Un leve suspiro es todo lo que emerge de ella.

Y te sientes como si fueras una pequeña vela en mitad de un vendaval, desprotegida, frágil e indefensa. Una luz que poco a poco se va gastando de resistirse a ser apagada; una llama que va siendo más y más pequeña e invisible. La cera va cayendo al suelo; gotea como lágrimas que no han sido derramadas, restándole vida a la flama.

Cuando el gran lago negro te va colmando te llena de inmensa tristeza, tu compañera de cada día, de cada momento, de cada instante. Y con ella, paseas de la mano, marchas a paso lento ¿a dónde?, espero que me lleve hasta la fuente. Esa esencia que lucha por salir, por conducirme hasta la felicidad de mi ser, la que lucha por llegar hasta mi  corazón, aromatizarlo de vida, colmarlo de energía, y hacerlo latir como si cada bombeo fuera el único, el primero. La que me entregue mi alma, la que me proporcione la libertad.

La inmensidad de la nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora