La mayor lesbiana del reino

Participación para la 1ª Antología de Universo Queer "Rompe la norma".

Últimamente se comenta por los alrededores del castillo que hay dos tipos de personas: las que tienen poder y las que no. Supongo que tiene cierto sentido para la mayoría de la nobleza, pues están los que tienen poder adquisitivo y los que tienen poder mágico.

Luego está mi familia, que lo único que tiene a estas alturas son nuestros títulos.

Personalmente, yo contaría como «poder» mi capacidad para ser invitada bajo las faldas de otras mujeres, pero creo que mis padres no lo encontrarían tan divertido como yo. Ellos tienen una fe desesperada en que yo me prometa con un heredero comerciante que quiera títulos (o que los quiera su familia, tanto da) y que así tengamos acceso a algo de dinero.

Es que estamos en la ruina.

Su plan es infalible, excepto por un detallito: me encantan las mujeres. Las adoro. Amo sus peinados, sus faldas, las adoro cuando llevan pantalones de montar; adoro a las hechiceras, a las criadas, a las panaderas, a las que devoran los libros... Haría templos en honor a ellas. Les llevaría flores, vino, incienso, lecturas jugosas, masajearía sus pies y les juraría que, como guerrera noble que soy, siempre lucharé por sus sonrisas.

Un momento, que me he distraído. ¿Por dónde iba...? ¡Ah, sí! Mis padres tratan desesperadamente de casar a la mayor lesbiana del reino (este no es de los títulos nobiliarios oficiales que ostentamos los Ruiz-García), y por eso estamos aquí, en nuestro destartalado carruaje conducido por... nosotros mismos. Ni los títulos ni mis encantos sáficos pueden pagar sueldos. Aunque hubo una vez en que una de las doncellas dijo que no le importaría que...

No, no. Esa historia no es de buen gusto.

—Celia, esta vez es la definitiva —me anima mi madre.

Cree que miro por la ventana con cara de pena porque me siento rechazada o porque los intentos fallidos por encontrarme marido han hecho mella en mi autoestima. Realmente es la posibilidad de la victoria la que me hunde, pero ¿qué le vamos a hacer? La mujer se esfuerza. Incluso me ha conseguido una cinta de color granate para que la entrelazase en mi pelo negro de forma que el peinado conjuntase con el vestido (el único que aún no se han comido las polillas). Tanto ella como mi padre han aplaudido a rabiar al verme, pero una noble guerrera como yo no queda bien en faldas. Mis muslos son demasiado poderosos como para camuflarlos: deben estar cubiertos por pantalones porque así otras mujeres pueden fantasear con ellos.

Es mi aporte al reino (¡de nada!).

... además del manejo del mangual, que no es igual de divertido. En serio. El derramamiento de sangre no tiene gracia. Es mejor concederles bellas fantasías a las mujeres. Qué bonitas son, ¿he dicho ya que las adoro?

—¿Celia?

—Eh, perdón. Estaba... distraída.

—Confía, hija mía —me insiste mi madre. Está un poco desesperada, así que le ofrezco una sonrisa cutre.

La única forma de que funcione un enlace matrimonial conmigo... pues pasa por comprometerme con una mujer. Me da igual cómo sea, las adoro a todas. Cuidaría de ella y le conseguiría el vino, las flores, el templo y todo lo que dije antes. Pero, claro, sin descendencia, nadie en su sano juicio sacrificaría su fortuna. Ni linaje noble, ni nada. Por eso mis padres solo han dado con señores hasta ahora. Eso me lleva a mi segunda opción: dar con un hombre tan homosexual como yo que también necesite que sus padres lo dejen tranquilo. Nuestros votos consistirían en no tocarnos jamás ni con un palo y cada uno viviríamos nuestra vida y nuestros romances extramatrimoniales con felicidad. En un par de años anunciaríamos con melodrama ante ambas familias que la descendencia no será posible y todos contentos (excepto mis padres).