Asuntos de adultos

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A sus 12 años, había muchas cosas que a Sumi Nakahara le gustaba hacer. Coleccionar peluches de mariposas, pasear en bicicleta, comer helados, leer libros con muchos dibujos, entre varias cosa más. Pero, ente sus favoritas, estaba ir al dōjō de kendo los Rengoku a visitar a su mejor amigo en el mundo. El menor de los hijos, Senjurō.

»Me gustaría ser tan bueno como mi hermano —decía él cuando ellos dos hablaban acerca del negocio familiar de los Rengoku—, pero papá dice que soy muy malo y seguramente eso no cambiará —entonces reía tratando de ocultar su tristeza.

Sumi no era de naturaleza rencorosa, sin embargo, no podía evitar sentir un cierto resentimiento hacia el padre de Senjurō, quien nunca se mostraba feliz, ni mucho menos orgulloso, por su hijo menor.

En cada festival del día del padre, por ejemplo, era su hermano mayor quien impedía que Senjurō se quedase solo, viendo a los otros niños con sus papás.

Nunca era el señor Rengoku; nunca el padre de Senjurō.

—Senjurō, ¿estás bien? —preguntó Sumi a su amigo, con quien estaba ahora mismo estudiando para los exámenes.

Senjurō estaba triste; no podía concentrarse porque no se sentía bien; y él no podía ocultar eso.

—Yo... —aunque sus excéntricos ojos estuviesen sobre los libros, estaba claro que su atención no se hallaba ahí—. Es que... Kyōjurō... volvió a gritar con nuestro padre.

—¿Por qué? —Sumi se sorprendió.

Si algo ella sabía bien, era que Kyōjurō Rengoku jamás declinaba un desafío, y era literalmente imposible hacerlo gritar de rabia.

—No lo sé, sólo sé que papá y él discutieron mucho; no les entendí nada. Ambos se gritaron, y mamá... mamá ya no está.

Muchos en la escuela consideraban que Senjurō era infinitamente inferior a su hermano mayor por ser muy sensible y sentimental, sin embargo, Sumi consideraba que Senjurō era un chico demasiado tenaz, al que ya casi se le acababan las fuerzas.

Hace casi medio año que había perdido a su madre debido a una enfermedad que la dejó hospitalizada por mucho tiempo; luego supo por Senjurō, que el señor Rengoku bebía muchas cervezas desde el funeral. Más tarde vinieron las constantes disputas entre Kyōjurō y su padre.

Ya alguna vez se habían golpeado entre ellos, por lo que Sumi sabía.

Senjurō era un chico muy fuerte. Tanto, que Sumi quería que de una buena vez, la cosas mejorasen para él y su hermano; a quien también conocía y estimaba.

Verlo llorar jamás ha sido algo agradable para Sumi, pero ella se esmeraba en hacerlo sentir acompañado.

Sin importarle esas ridiculeces acerca de que "los hombres no lloran", Sumi se levantó de su silla y fue deprisa a la de Senjurō para abrazarlo. Acarició su cabeza varias veces, cerrando sus ojos, tratando de trasmitirle toda su energía positiva.

—Mi hermano... le dijo a papá que quiere irse de aquí... si lo hace... ¡yo me quedaré solo!

Ese era el más grande miedo de Senjurō. Y Sumi no lo culpaba.

—Entonces ven a vivir conmigo —ofreció ella en la inocencia de no saber que eso no sería tan sencillo—. Mi mamá ya te quiere, y aunque mi papá trabaje mucho, no es nada malhumorado. Ven conmigo.

Senjurō la abrazó de vuelta; ambos lloraron hasta desahogarse, luego se tomaron un descanso, acostándose sobre la cama del chico; uno al lado del otro. Abrazándose otra vez.

El chico se quedó dormido mientras Sumi le acariciaba su cabello. Sabía que eso lo relajaba. Ella quería que, al menos en sueños, él pudiese estar en paz.

𝑨𝒔𝒖𝒏𝒕𝒐𝒔 𝒅𝒆 𝒂𝒅𝒖𝒍𝒕𝒐𝒔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora