Prólogo

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El timbre del teléfono se repetía en el silencio del pasillo de la enorme casa mientras reclamaba atención. Un sonido incesante que se reiniciaba una y otra vez cuando la compañía telefónica cortaba la llamada al haber excedido el tiempo sin que se descolgara.

La paciencia o la urgencia de la persona que estaba al otro lado de la línea hacía que volviera a dar a la tecla de rellamada mientras ponía los ojos en blanco y murmuraba un sinfín de improperios a la espera de que alguien la atendiera. Sin pensar, golpeó la blanca y algo desgastada pared del establecimiento al mismo tiempo que un relámpago de dolor le atravesaba el brazo.

—Francesca...

—Estoy bien —indicó, aunque su tono de voz contradecía sus palabras. Su autolesión y el sonido sin respuesta del teléfono más que preocuparla, la enfadaban.

Por no añadir que el ver cómo los clientes del autobús, que acababa de detenerse delante de la puerta de la heladería, se amontonaban en el mostrador para pedir algo refrescante, no la ayudaba para mantener su paz interior. Ese estado que había escuchado en multitud de programas de autoayuda o pódcast de la misma temática y que a ella no le servían de nada. 

«Esta llamada es muy importante», se repitió mentalmente, e hizo un movimiento con la mano para que esperaran.

Todos los que allí se encontraban la ignoraron. Incluso Giovanni, su marido, que tenía la cabeza agachada tratando de averiguar qué sabor quería uno de esos turistas que no debía ser italiano por la de gestos que realizaban ambos hombres para comunicarse.

—Un segundo... —indicó, y esta vez marcó completo el número de teléfono, por si la tecla de rellamada no funcionaba. Buscó algo con lo que abanicarse y tomó una vieja revista de corazón que comenzó a mover de lado a lado en un vano intento de alejar el calor que hacía ese día.

—Francesca, deja el teléfono ya y ayúdame —le pidió su marido, emitiendo un fuerte bufido de cansancio al mismo tiempo.

—Ahora voy, Giovanni —le dijo, y escuchó un nuevo gruñido por su parte, pero no cedió. Le dio la espalda y fijó los negros ojos en el teléfono que tenían en el local.

Colgó..., una vez más, y despacio, muy despacio, pulsó las teclas.

—Venga, Anna. Descuelga... —rezó en voz alta, sabiendo que era imposible que su amiga la escuchara.

—Llámala al móvil —Giovanni le sugirió.

Ella lo miró por encima del hombro y le soltó alzando la voz:

—¿Qué te crees, que no lo he hecho ya? Sabes que la cobertura va y viene por esa zona. —Colgó el auricular con fuerza y se pasó la mano por el cabello rizado—. Estoy llamando a la casa grande...

El hombre arrugó el ceño mientras le daba un cucurucho con dos bolas de helado a otro turista que charlaba con una chica joven, y comentó sin mirarla:

—Es imposible que te atiendan. Han comenzado con la recolección. —Tomó las monedas que le daba el extranjero y abrió la caja registradora, que no estaba lejos de donde se encontraba su esposa—. Déjalo y ya avisarás luego a Anna —le indicó.

—Lo intento una vez más —señaló, y se volvió otra vez hacia el teléfono—. Rosa tiene que estar. 

—En la cocina. En el otro lado de la casa —comentó Giovanni, y tomó la cuchara con la que servía los helados.

—Una vez más —repitió Francesca, y marcó. Golpeó con la uña la pintura blanca de la pared y contó cada tono de la llamada, hasta que se hizo el silencio. Creyó que se había cortado de nuevo, cuando escuchó la voz áspera de una mujer:

—¡Pronto...!

—Ahh..., Rosa... 

—Francesca, ¿eres tú, mi niña? —preguntó la mujer mayor, algo angustiada ante el apremio de la amiga de su nieta.

—Sí, Rosa. Soy Francesca.

—¿Ocurre algo? —insistió preocupada.

—Nada, nada... —le dijo, aunque eso no era del todo cierto—. Anna... Tengo que hablar con Anna. ¿Está?

La mujer mayor negó con la cabeza, pero, al darse cuenta de que la otra no podía verla, contestó:

—No, está en el campo.

—Nonna..., ¿qué ocurre? —preguntó una mujer joven que acababa de aparecer por la puerta del gran caserío. Se acercó a ella, con mirada curiosa, mientras trataba de limpiarse el sudor del cuello con un viejo pañuelo.

La anciana se volvió hacia su nieta y le ofreció una sonrisa de bienvenida.

—Acaba de llegar —informó a su interlocutora, y se apartó el auricular de la oreja, que ofreció a su nieta—. Es Francesca. Está muy alterada.

La recién llegada frunció el ceño y tomó el teléfono. 

—Franny, ¿estás bien? ¿Ha sucedido algo?

La heladera soltó el aire que retenía su enorme cuerpo al escuchar la voz de su amiga.

—Sí, sí... Tranquila.

—Francesca...

—¡Espera, Giovanni! —gritó, dejando sorda a su amiga, que se apartó automáticamente el auricular de la oreja—. Es Anna. Ya está al teléfono.

Su esposo gruñó y prosiguió atendiendo a los clientes.

—¿Franny? ¿Qué pasa? ¿Estáis bien? ¿Nico está bien?

—Sí, sí... El niño está en la escuela —respondió con rapidez a su amiga cuando notó su preocupación.

—¿Entonces? —Anna miró a Rosa, que la observaba con el ceño fruncido, intranquila—. Nonna ha dicho que era urgente y que... 

—Y es urgente —la cortó—. No sabes lo que ha sucedido hoy. —Puso los ojos en blanco y suspiró—. Nadie esperaría lo que ha sucedido hoy —repitió.

—Franny, tengo mucho trabajo. Si eso, ya me lo cuentas cuando nos veamos —le indicó, alzando las cejas hacia la mujer mayor, que comenzó a relajarse al ver la actitud de su nieta.

—¿Uno de sus cotilleos? —susurró buscando confirmación.

Anna tapó la zona del auricular, por donde podía escucharla su amiga, y le aclaró a su nonna:

—Eso parece. Giovanni debe estar a punto de quitarle el teléfono...

—Anna, ¿me estás escuchando? —le preguntó Francesca, casi recriminándola, porque sabía que no le estaba haciendo caso.

—Sí, sí..., pero, Franny, ya te he dicho que tengo mucho trabajo todavía y...

—Carlo ha vuelto —la cortó de golpe, dejándola callada.

Un silencio sepulcral atravesó la línea telefónica mientras la mano de Anna, que sostenía el teléfono, agarraba el aparato con fuerza y buscaba instintivamente apoyarse en la pared de esa vieja casa.

—Anna... —la llamó Rosa al ver su cara—. ¿Estás bien? —La joven no respondió a la pregunta, por lo que la mujer decidió quitarle el teléfono que, por el color blanco de sus nudillos, podía suponer que le iba a costar. No fue así—. Francesca... —llamó a la amiga de su nieta.

—¿Rosa? ¿Y Anna? ¿Está bien? —soltó la joven un batallón de preguntas alarmada, cuando escuchó la voz de esta.

—No. —No pudo mentirle. El rostro de su nieta había cambiado y no reaccionaba—. ¿Qué le has dicho?

Francesca se mordió el labio y miró a su marido, que seguía preparando helados.

—Rosa, no sé si debería...

—Francesca, dime qué le has dicho a Ana —le exigió saber.

La mujer escuchó un suspiro profundo y temió lo peor. Sus huesos se lo decían. Su corazón lo sabía. Todo esto no presagiaba nada bueno.

—Carlo...

Continuará...

Deseo que me RecuerdesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora