Arena

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A veces, cuando uno se plantea su existencia se siente diminuto, ínfimo, insignificante. Como un microscópico grano de arena en el vasto desierto, una pequeña gota de agua en la inmensidad del océano, una brizna de hierba en la más grandiosa de las llanuras.

Draco, en ese infinitesimal segundo se sintió incluso más pequeño.

El tiempo que tardó en llegar desde las Tres Escobas a la Tienda de plumas Srivenhaft vio pasar todos sus recuerdos de Granger por su mente, uno tras otro, desde el día en que la conoció, pequeña, despeinada, con los dientes grandes, los ojos enormes y la nariz respingona, preguntando con aquella voz altanera de marisabidilla si había visto un sapo, hasta la forma en que lo había observado minutos antes con aquellos mismos enormes ojos castaños, como si le viera de verdad, como si no le odiara, como si él fuera alguien a quien mirar como a un igual.

Corrió hasta que, jadeando, vio la tienda de plumas. Las paredes estaban ennegrecidas, las ventanas y el escaparate tenían los cristales destrozados, como si una explosión los hubiera hecho saltar por los aires. Había gente en el suelo, algunos heridos que tenían cortes, algunos que habían caído bajo la varita de Mulciber. Sabía que fue él quien perpetró el atentado, aunque no recordaba mucho más, solo que en su época, gracias a Potter, se pudría en Azkaban.

Sin pararse a mirar, ayudar o incluso pensar, se lanzó un hechizo casco burbuja, abrió la puerta de la tienda y se lanzó al interior.

El humo hacía que le llorasen los ojos y apenas era capaz de ver entre los escombros. Tropezó con el cuerpo de una bruja que tenía el uniforme de Hogwarts y, por una fracción de segundo se vio de nuevo en la batalla, esquivando cuerpos, intentando no vomitar al ver a sus compañeros caídos, heridos, muertos.

Apretando los labios apartó trozos de madera, cristales y cajas. Se frotó los ojos y sintió que se mareaba.

No sabía si sería capaz de vivir con la imagen del cadáver de Granger ensangrentado o roto. Actualmente tenía que levantarse cada día recordando el rostro sin vida de Tori como la última imagen que tenía de su esposa, pero ella simplemente se había ido a dormir y nunca más había despertado, su rostro se veía en paz, sereno, incluso con una ligera sonrisa en sus rosados labios.

Nada de lo que pudiera encontrar en aquel lugar que olía a humo, ceniza, sangre y muerte podría ser sosegado o plácido.

—¡Granger! —llamó aun sabiendo que nadie le contestaría —¡Hermione!

Siguió levantando escombros hasta que un pequeño quejido le hizo ponerse en tensión. Se quedó completamente quieto, sin respirar y cerró los ojos, como si de esa forma pudiera escuchar más fácilmente.

El quejido sonó de nuevo y fue hacia él, girando hacia la izquierda, donde un montón de cajas impedían el paso.

Las apartó frenéticamente, una tras otra, rezando y maldiciendo hasta que puso verla.

Granger.

Tenía el rostro tiznado, sangre manchando su sien y su mejilla, el pelo enredado y la ropa desgarrada y sucia.

Pero estaba viva.

Respiraba con dificultad y, cuando él volvió a pronunciar su nombre abrió los ojos y le miró, tratando de enfocar la vista.

—Draco —susurró volviendo a cerrar los párpados.

—Eh, Ey, no, Hermione —la sacó como pudo levantándola entre sus brazos, ella era ligera y su rostro cayó hasta apoyarse en su cuello, encajándose bajo su barbilla —Hermione, despierta, no te puedes dormir, venga —le golpeó la mejilla hasta que la oyó gemir y buscó a tientas su varita.

Justo cuando los aurores, encabezados por Potter, llegaron a la tienda, Draco se aparecía en San Mungo, una vez más.

Aunque esta vez, cuando se marchó tras dejarla a cargo de los medimagos, ella seguía incosnciente y él no se despidió.

Esperaba, realmente esperaba que nunca supiera que él la había salvado, sobre todo porque no quería tener que explicarle que también él le había puesto en peligro en primer lugar.

Cuando regresó a su casa y a su tiempo se quitó el giratiempo y lo guardó en una caja de seguridad.

Tal vez era el momento de hacer frente a la realidad y asumir que había cosas que no podían cambiarse, quizás debería intentar comprender por qué el Ministerio había cerrado para siempre el Departamento del Tiempo después de la Batalla del Departamento de Ministerios.

Era posible, más que posible, que Granger tuviera razón y lo mejor fuera no seguir inmiscuyéndose en el pasado.
Desde luego, haber estado a punto de ser culpable de la muerte de la castaña no era algo a lo que quisiera enfrentarse de nuevo.

Pasó por la sala principal, se sirvió un whisky de fuego y miró el retrato de Astoria.

—Lo siento Tori —sacudió la cabeza y bebió un sorbo antes de dejarse caer en el sillón.

Cuando cerró los ojos apoyándose en el respaldo, casi creyó sentir las manos de su esposa sobre los hombros y su voz, susurrándole en el oído que siguiera adelante.

Se despertó sobresaltado, aún con la copa de licor en la mano y miró a su alrededor.

Su madre estaba tras él contemplándolo con aquellos hermosos y fríos ojos azules.

—Lo siento querido —dijo con su tono serio de siempre — no era mi intención despertarte.

—Está bien madre, creo que di una pequeña cabezada.

—¿Va todo bien, Draco? —preguntó Narcisa sentándose con recato en el sillón de al lado.

—Sí —él se incorporó dejando el vaso sobre la mesa de café —todo lo bien que puede estar —respondió con una sonrisa que no llegó a sus ojos.

—El alcohol no es la respuesta —le regañó su madre con algo de fastidio.

—No estoy borracho.

—La respuesta tampoco es usar el giratiempo de la familia, Draco —dijo ella mirándole con esos ojos de los Black, profundos, fríos e inquisidores.

Él simplemente la miró. Puede que estuviera cerca de los cuarenta, pero Narcisa Malfoy siempre sería su madre, no podía simplemente mandarla a la mierda y marcharse.

Suspiró.

—Puede que tengas razón —dijo simplemente.

Narcisa alzó las cejas, sorprendida.

—Bien —se levantó con elegancia y apoyó un mano pálida sobre su hombro — no quiero perderte a ti también, hijo —su voz apenas fue un susurro — no lo hemos tenido fácil en los últimos años, pero hemos salido adelante. Scorpius te necesita y yo también.

Cuando su madre salió de la sala Draco apoyó la cabeza en en el respaldo del sillón y volvió a mirar a la sonriente Astoria.

—La vida es como un reloj de arena, fluyendo hasta que el último grano cae y todo se termina. Ojalá nuestros relojes hubieran tenido un poco más de sincronía Tori.

Cuando se levantó, en lugar de dirigirse hacia el taller de pociones, como siempre, se fue a su estudio.

Tenía una carta que escribir. Necesitaba saber que Granger estaba bien, necesitaba saber que nada de lo que había ocurrido en su viaje, había afectado el futuro de la castaña, saber que todo estaba en orden.  

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