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LIAM

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Los domingos estaban reservados para mí. Bueno, para mí y para los chicos. Pero, en definitiva, para el fútbol.

Estábamos en el ecuador de la Premier League y ya tenía bastante con no poder seguir las demás jornadas. Harvey solía tener la televisión encendida en el bar, pero el curro me hacía imposible prestarles atención a los partidos. Así que siempre recibía el domingo con los brazos abiertos, deseando que llegase la hora de tirarme en el sofá, dejar la mente en blanco y disfrutar del Chelsea con una cerveza.

Claro que aquel domingo era distinto.

Maia y yo habíamos comido juntos por primera vez, si no contábamos los intentos de cena que habíamos hecho el martes y el miércoles. Lo cierto era que no había ido mal; por suerte tenía algo de comida con lo que poder preparar un plato decente, y a ella parecía haberle gustado. También habíamos aprovechado para hablar de ese tema, de nuestros gustos, y me alegró saber que Maia comía de todo, no le hacía ascos a casi nada y, además, le agradaba cocinar. Ya teníamos algo en común.

Después de recoger la cocina y poner una lavadora con la poca ropa que tenía en su maleta, no pude evitarlo y le lancé la pregunta:

—¿No quieres meter nada más?

La miré a los ojos, pero ella apartó la vista. Estaba tratando de andar con pies de plomo, sobre todo esos primeros días, más que nada para no incomodarla. Desde luego, menuda puntería tuve, porque aquello fue exactamente lo que conseguí.

—Aquí solo tengo esto. —Me observó fugazmente antes de suspirar—. El resto está en mi antiguo piso... Y, a decir verdad, no me apetece demasiado volver.

Pillé la indirecta; no quería hablar de ese tema. Asentí un par de veces y, apoyado en la encimera, me encogí de hombros.

—Bueno, siempre puedes comprarte ropa nueva.

Entonces sí me miró. Mi propuesta iba en serio, pero ella pareció tomarse aquello como una invitación para que recapacitase.

—Sé que tengo que ir a por todo lo que me falta —explicó algo avergonzada—. Es solo que... No me apetece. —Me costaba ponerme en su lugar sin saber qué era eso tan grave que la había hecho marcharse de casa, así que no dije nada y dejé que siguiera—. Puedo aguantar unos días con esto —señaló la lavadora, que ya estaba en marcha—. Cuando las cosas se hayan calmado un poco, me pasaré por allí para recoger las cosas que faltan.

Me crucé de brazos y seguí su mirada hasta la ventana. Tenía suerte de que estuviera despejado, teniendo en cuenta toda la lluvia que había caído esa semana, porque la ropa se le secaría fácilmente para el día siguiente.

—En eso sí que no voy a meterme —admití con una sonrisa para intentar calmar la situación—. No soy quién para decirte lo que tienes que hacer.

Maia frunció la boca en un intento por sonreír.

—Gracias, Liam.

Iba a decirle que no necesitaba darme tanto las gracias, pero rompió el contacto visual y dio media vuelta, en dirección a su habitación. Antes de abrir la puerta, se giró.

—Voy a echarme un rato en la cama.

—Claro, como quieras. Yo estaré en el salón viendo un rato el fútbol.

Aquello pareció interesarle.

—Mi hermano tampoco se pierde un partido...

Me detuve a medio camino entre la cocina y el salón.

Alas para volar ✔Donde viven las historias. Descúbrelo ahora