ANTES

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No hay momento más incómodo que cuando te cantan el cumpleaños feliz. Te sientas ahí, en medio de una mesa, con una tarta en frente. En ella hay una vela con el número de años que cumples, y la llama baila sobre la mecha.

No atiendes realmente a la letra de esa cancioncilla, de hecho, intentas distraerte porque, ¿qué más puedes hacer? ¿Cantar también? Suena algo presuntuoso. ¿Dar palmas? Demasiado absurdo. ¿Sonreír mirando uno por uno a tus invitados? Eso hace que te sientas más incómoda. No debería existir ese momento. Está bien que se celebre el día de tu nacimiento, que vengan a casa personas a las que aprecias, que pasen el día contigo, salir a comer algo, que te traigan ese regalo que esperas con ansias, e incluso, que vengan con las manos vacías, pero con el corazón lleno de ilusión. Ese día eres el centro de atención, pero el momento de soplar las velas, se pasa de ridículo. No hace falta una canción, no hace falta esa tradición tan tonta en la que tú no sabes qué más hacer que esperar en silencio a que terminen. Deberías soplar la vela, sin más.

Por eso lo haces. Porque, como si estuvieras escuchando estas palabras, pestañeas rápidamente, pareces despertar de una profunda hipnosis. Te echas sobre la mesa cuando no van ni por la mitad de la canción y soplas las velas. En ese momento, tú cruzada de brazos, ellos callando con incomprensión en los últimos hilos de voz que se les escapan, termina la fiesta de cumpleaños. Son las ocho de la tarde. Todos te siguen mirando y tú pones los ojos en blanco.

Tu madre parece confundida y un poco avergonzada. Ella siempre está igual, con la misma hipocresía de siempre, los mismos prejuicios, esa necesidad de ser aceptada y caer bien al resto de padres y madres que han venido a tu cumpleaños. Esos niños que te miran descolocados, serios, al otro lado de la mesa, ni si quiera son tus amigos. Ni tú los comprendes a ellos, ni ellos a ti. Pero están ahí porque la tarjeta de invitación apareció en sus pupitres en el colegio, aunque le llegaste a suplicar a tu madre que no hacía falta. La miras ahora.

—¿Nos podemos ir ya? A este paso, nos vamos a quedar sin caramelos.

Los padres no saben si lo dices porque son demasiado lentos o por tus ganas de salir de casa a celebrar la otra festividad del día. Por eso se ríen y comentan entre dientes que son cosas de niños, que por supuesto están todos con los dientes largos ya y ansiosos de salir a pedir caramelos. Porque esa no era una fiesta de disfraces. Porque era Halloween y muchos de esos niños trabajan duro en sus disfraces, o ellos o sus padres. Al contrario que tú, que siempre usas la misma casaca militar y te pintas la cara de blanco con ojeras negras, fingiendo ser un zombie de la segunda guerra mundial.

Tu madre asiente con una sonrisa y tú bajas de la silla. Todos los niños gritan y corren a la puerta de tu casa, pero tu cara de hastío contrasta con las supuestas ganas que tienes de ir a celebrar Halloween. Tu madre te pone bien la gorra militar y te da un fusil de juguete que cuelgas de tu hombro. Sales a paso lento y los padres dicen que haces muy bien de zombie. Tú se lo agradeces con esa voz de pesadez que arrastras y ellos vuelven a reírse. Ahora se dirigen a tu madre diciendo lo graciosa que eres.

No eres graciosa.

Nunca lo has sido.

No lo vas a ser ahora.

Tu madre te acompaña hasta la puerta y alza la voz.

—¡Todos aquí antes de las diez! ¿Entendido?

Los otros niños gritan por ti. Ellos ya están preparados para salir corriendo.

—Disfruta, Maison. Hoy es tu día. —Te dice tu madre, vistiéndote la casaca.

—Sí, sí...

Sales de los territorios que te protegen, de tu casa, del jardín y te enfrentas al exterior. No es como si no lo hicieras nunca, pero hoy estás viviendo algo nuevo. Miras una última vez a tu madre, seria, y ves que se despide con una sonrisa. Comienzas a andar, un segundo después, tras el pelotón de niños de tu cumpleaños.

NO DIGAS MI NOMBREDonde viven las historias. Descúbrelo ahora