Prólogo

2K 404 287
                                    

Londres, 10 de abril de 1830.

Helena tosía. Un sonido desgarrado, crudo, emergía desde sus pulmones, le desgastaba su garganta y reventaba en su boca. Con inmenso dolor escupía sangre y manchaba el níveo pañuelo, el cual se había convertido en su compañero durante los últimos meses.

El médico decía que era tuberculosis. Para ella solo era una larga agonía que le permitía dejar las cosas en orden.

Por la ventana de la habitación, ubicada en la tercera planta del palacio, entraba la luz clara de la primavera, cargada de trinos, aromas frescos y árboles en flor. La vida en todo su esplendor.

La misma que a ella se le desvanecía.

―¡Mamá! ―exclamó Evelyn, asustada y acongojada en partes iguales. Le sostuvo la mano con suavidad.

Su madre estaba débil, tan débil. Era apenas un espectro de la mujer fuerte que alguna vez fue.

Evelyn intentó no mirar el pañuelo manchado de sangre. Tragaba saliva y apretaba los dientes para domar ese deseo de echarse a llorar como una niña.

Ya no era una niña, era una señorita.

Sin embargo, en ese momento se sentía más bien como una bebé. Inútil, indefensa e impotente.

―Evie ―susurró Helena―. Escúchame bien, hija.

Como única respuesta, Evelyn la miró a los ojos y le apretó la mano para que continuara. No iba a desperdiciar su tiempo en respuestas absurdas, porque tenía todos sus sentidos puestos en su madre.

―Estos meses he arreglado todo para que no tengas de qué preocuparte. Todo lo que tengo, ahora es tuyo. Esta casa que me legó tu padre, el dinero del banco, mis joyas. Todo está inventariado y escriturado... El señor... ―Tos. Terrible. Gutural. Eterna. Sangre―. Balthasar Brown, es mi abogado y me ha asesorado en todo esto. Es un buen hombre y podrá guiarte... siempre y cuando le pagues sus honorarios.

Evelyn asintió y se sorbió la nariz. Lo presentía, a su madre ya no le quedaba tiempo, estaba en ese instante de lucidez que precede a la muerte. Ya no pudo resistir más y sus lágrimas rebalsaron sus ojos verdes, tan verdes como los de un gato.

―Este negocio fue lo único que supe hacer cuando murió tu padre... Estos dos años han sido eternos si él... Él nos amó. Nunca dudes de ello. Para el mundo siempre seremos señaladas con un dedo acusador; yo no soy una mujer decente y tú, como mi hija, tampoco lo eres. Es inevitable que sea así, pero sabes que sí somos decentes, porque tenemos principios, valores y honor. No los que predican los clérigos y la gente que se dice de bien... Para ser cristianos muchos tienen demasiado odio en sus corazones.

»Evie, te he condenado siendo tu madre, y por eso te pido perdón. Y que también perdones mi egoísmo, porque nunca quise que te separaras de mi lado y que tu padre te enviara a vivir al campo, donde hasta las bestias te despreciarían. No, tú eres mi familia y te amo con todo mi ser.

Helena volvió a toser convulsionando la cama que crujía tanto o más que sus huesos cansados. Por eternos segundos su respiración quedó suspendida. Nada entró o salió por sus pulmones enfermos.

El mentón de Evie tembló, e inspiró y exhaló profundo, como si por esa simple acción su madre también pudiera hacerlo. No obstante, su respiración se detuvo al igual que la de Helena.

Helena gimió y logró por fin respirar.

―Aún ―murmuró―... aún no, Dios... ―Helena tragó saliva―. Por favor, Evie, no dejes a las chicas sin trabajo. Esto, al igual que nosotras, es lo único que tienen. No tenemos la reputación o la decencia que es requerida para ser esposas de alguien, pero necesitamos el dinero para subsistir y lo único que poseemos son nuestros cuerpos.

―Te lo prometo ―susurró Evelyn, preguntándose cómo lo haría, era solo una chiquilla―. No dejaré a las chicas desamparadas.

―El señor Brown te guiará. Siempre ten un abogado de confianza, que no sea un cliente ni que te mire como si te desnudara.

Evelyn grababa con fuego las recomendaciones de su madre. Su voz moribunda sería la que iba a escuchar cada vez que necesitara un consejo, una respuesta.

―Sé que aún eres virgen... No te entregues la primera vez por dinero. Ese será tu último recurso cuando estés sola y sin dinero, y ojalá no tengas que usarlo nunca, hija mía. Si vas a acostar, hazlo con un hombre que te guste y si eres ambiciosa, que te ame... Se dueña de tu cuerpo, elige tú el momento y el motivo y con quién... Me hubiera gustado tanto vivir un poco más para verte cambiar tu destino... Porque la vida que he tenido hubiera podido ser mejor, pero fue lo que me tocó. Todo lo he hecho para escapar de la violencia, no morir de frío y pasar hambre. Al menos has tenido la suerte de no padecer lo que yo padecí a tu edad, tienes más educación y te ayudará en el futuro para que no se aprovechen de ti. Me han hecho tonta muchas veces por no saber leer y escribir. Tú eres más que yo, estás mejor preparada, pese a tu juventud.

―Tienes demasiada fe en mí, mamá ―musitó Evelyn, sintiendo un atisbo de culpa por haber tenido un poco más de suerte que ella.

―La tengo, eres hija mía. Sé lo que crie. La hija de madame Écarlate... Este palacio es tuyo, gobiérnalo como a ti te plazca. Hazle saber a todos quién manda, pero que nadie sepa quién eres en realidad. No confíes en nadie más que en tu abogado... Él será el único que sabrá que la madame del palacio y la hija ilegítima del duque de Oxford son la misma persona.

―Sí, mamá...

―Te amo, Evie... Tu padre y yo te amamos cómo no lo imaginas.

―Yo también te amo, mamá... mamita...

―Que tu corazón no pierda su valor... Evie.

Helena cerró sus ojos, su pecho apenas subía y bajaba. Evelyn rompió en un llanto silencioso en el regazo de su madre, sin soltarle la mano. No se dio cuenta de cuánto tiempo pasó, solo fue consciente de ello cuando ya no se oyó nada más que sus propios sollozos y la mano que sostenía yacía sin pulso.

Evelyn alzó la mirada anegada. En la expresión de su madre solo había paz.

Helena había dejado de existir.

―Te amo, mamá ―se despidió sabiendo que ya no tenía tiempo para ser débil.

Estaba sola. Huérfana.

Evelyn se levantó. Se limpió las lágrimas y contempló el cuerpo inerte de su madre.

―Descansa en paz, mamá... Haré lo que pueda con lo que me ha tocado. ―Volvió a limpiarse las lágrimas que, rebeldes, no dejaban de caer.

―¡Marcus! ―llamó con voz quebrada.

Un hombre alto con piel de ébano apareció en el umbral de la puerta.

Evelyn inspiró hondo y ordenó:

―Vaya a buscar al señor Balthasar Brown, por favor. Madame Écarlate ha muerto. ―El rostro de Marcus se llenó de entendimiento. Ese momento era tristemente esperado y asintió, con solo ese gesto le dio su pésame.

El fiel sirviente de Helena solo tenía una duda y preguntó:

―¿De parte de quién le doy el mensaje?

En la mente de Evelyn resonaron las palabras de su madre. El abogado era el único que conocía su identidad. En el palacio los pocos que sabían de su existencia, la conocían como la madeimoselle. Helena había sido muy precavida al mantenerla al margen del negocio, al menos a lo identidad se refería.

Y Evelyn se dio cuenta de que era su tesoro y debía preservarlo a toda costa. Porque algún día no regentaría un burdel. Un día iba a tomar la decisión de cerrar el lugar.

Pero no ese día. Debía crecer. El palacio era su refugio.

A Evelyn le dolía pecho, las piernas le temblaban. Tomó una decisión con el nombre profesional de su madre en mente e indicó:

―Dígale que va de parte de la nueva dueña... madame Rubí.

[A LA VENTA EN AMAZON ]Al filo del escándaloDonde viven las historias. Descúbrelo ahora