Capítulo III

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Evelyn, con su rostro cubierto por un velo, subió rauda al carruaje que la esperaba fuera de Old Bailey. Marcus cerró la puerta, dio una mirada de soslayo a ambos lados de la calle y subió al pescante.

El carruaje empezó a andar.

Evelyn lanzó un largo suspiro y se alzó el velo. Por un momento pensó que el señor Montgomery no tomaría su caso. Estaba tan renuente... y ella le había exigido tanto.

Sin embargo, ya se estaba arrepintiendo.

Si tenía mala suerte y el caso salía en los periódicos, todos iban a ser devorados por el escándalo. No obstante, mientras nadie la reconociera, no le importaba si su origen o su nombre quedaba expuesto y sepultado en el fango social. Al único que le iba a arruinar su carrera sería al honorable fiscal.

Volvió a suspirar. No podía echar pie atrás, iba a llevar el caso lo más lejos posible, para ganar el mayor tiempo posible. Tenía que hacerlo por todos quienes dependían de ella. El palacio era lo más seguro y digno de Covent Garden.

¿Y si perdía el palacio?

No, no debía pensar en esa posibilidad. Sabía que el duque de Oxford había hecho algo retorcido para convencer al juez. Tenía muchas más armas y contactos que ella. Lo que no entendía, por más vueltas que le daba era el objetivo. Hasta donde ella sabía, su medio hermano, el duque, ni siquiera debía saber de su existencia.

Claramente, ya se había enterado...

Evelyn miró por la ventanilla. Estaban en ese punto en que Fleet Street pasaba a llamarse Strand. Para su sorpresa Old Bailey quedaba muy cerca de Covent Garden. No eran más de quince minutos de recorrido.

Evelyn dio un largo suspiro, necesitaba vaciar su mente y no pensar en todo lo que quedaba por delante. Lo bueno de haber sido citada tan temprano fue que podría dormir unas cuantas horas antes de abrir el palacio.

Si es que lograba conciliar el sueño.

Dio un largo bostezo. Percibió que el carruaje giraba en una esquina. No podía recordar ningún otro lugar importante que no fuera la academia de señoritas o El Palacio de Madame Écarlate de Drury Lane.

―Soy una mujer patética ―murmuró.

*****

Justin cerró la puerta tras de sí y enfrentó la mirada penetrante de su superior, el juez James Cox, un hombre severo y que llevaba más de diez años ejerciendo el cargo de Registrador de Londres. Si quería finiquitar pronto el entuerto de Evelyn Hudson, por lo tanto, debía desligarse por una temporada de su labor de fiscal. Una medida que le cubriría las espaldas en caso de que todo se torciera.

―Buenas tardes. Muchas gracias por recibirme, milord ―saludó Justin.

―Usted dirá ―replicó el juez cortante, dirigiendo su atención a sus documentos.

Jame Cox tenía la reputación de ser implacable, y con actitud grosera que usaba para intimidar tanto a acusados como a sus subordinados. Y Justin detestaba cruzar palabras con él. Solo se limitaba a lo necesario.

―Necesito que me otorgue un permiso temporal para ausentarme de mis funciones habituales ―solicitó Justin con suma humildad.

El hombre lo miró y alzó una ceja, lanzó con desdén el papel que acababa de leer.

―¿Y qué es tan importante es el motivo por el cual solicita este permiso? ―interrogó apoyando sus codos en la mesa juntando las yemas de sus dedos.

―Motivos personales ―respondió escueto, sin amilanarse.

―Necesito que sea más específico. No puedo prescindir de un fiscal de la noche a la mañana. ¿Usted cree que la organización de los juicios y asignaciones son un asunto simple? ―interpeló sacando a relucir su famoso mal carácter.

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