Prólogo

23 1 0
                                    


RAMÓN IRIGOYEN
Mi experiencia, gravemente traumática, de la religión católica fue la razón
determinante de mi tardío descubrimiento de los maravillosos mitos griegos. Por
ejemplo, cuando cursaba filología clásica en la Universidad de Salamanca, allá por los
años en que aparecieron los Beatles, aunque no precisamente por el Patio de Anaya de
la facultad de filosofía y letras, y asistía a las clases de griego de los grandes helenistas
Martín. S. Ruipérez y Luis Gil, con la hostia consagrada todavía casi en la punta de la
lengua, un libro tan prodigiosamente delicioso como Dioses y héroes de la antigua
Grecia, de Roben Graves, que ya se había publicado en Londres, si me lo hubiera
encontrado entonces, me habría parecido un aborto del diablo.
Frente a la verdad cristiana revelada, cuyo cielo estaba gobernado serena y
castamente por Dios Padre, y que iluminaba mi vida con las más divinas luces de los
profetas del Antiguo Testamento y los salvíficos relatos de los evangelistas, el
miserable Olimpo griego, poblado promiscuamente por dioses y diosas, que copulaban
como camellos, me parecía un repugnante prostíbulo sin pies ni cabeza. La religión, me
decía, después de la comunión, es algo profundamente serio y solemne, y estos dioses
griegos degenerados no son más que tratantes de ganado.
Leo, estos días, por razones de trabajo, el prólogo de la excelente traducción de
Vidas de filósofos, de Diógenes Laercio, que, en el siglo XVIII, firmó el gran helenista
José Ortiz y Sainz, quien declara que ha disfrazado muchas palabras y expresiones
menos decentes que Diógenes Laercio usa, como gentil que es, sin ninguna reserva. Y
el traductor las anota, para que no dañen al lector, porque son opiniones ajenas a la
sana moral. E incluso un hombre tan culto y fino como Ortiz y Sainz no puede librarse
de la demente suficiencia que suele generar la fe en el Dios de los católicos. Aquí
aparece, con todos sus hierros y yerros, el católico español que es más bruto que un
arado etrusco, incluso, insisto, en el caso de un hombre fino como Ortiz y Sainz: «Por
lo demás, los lectores se reirán como yo al ver los caprichos, sandeces, y necedades de
Aristipo, Teodoro, Diógenes y demás cínicos; la metempsicosis pitagórica; ... el
ateísmo de unos; el politeísmo de otros; y, en una palabra, cuantos disparates hacían y
decían algunos filósofos de estos; pues la filosofía que no va sujeta a la revelación
apenas dará paso sin tropiezo».
Como se ve, a Ortiz y Sainz, le hacía gracia, por disparatada, la metempsicosis
pitagórica, pero encontraba muy razonables —vamos, de lógica germánicamente
cuadrada— la virginidad de María después del parto, la divinidad y resurrección de
Jesucristo, su ascensión a los cielos.
En 1958 Luis Cernuda escribe «Historial de un libro. (La Realidad y el
Deseo)», su autobiografía poética resumida en treinta y siete prodigiosas páginas. Y
allí queda claro por qué un libro como, por ejemplo, Dioses y héroes de la antigua
Grecia era imposible que fuera fruto de un cerebro español. Dice Cernuda: «No puedo
menos de deplorar que Grecia nunca tocara al corazón ni a la mente española, los más
remotos e ignorantes, en Europa, de “la gloria que fue Grecia”. Bien se echa de ver en
nuestra vida, nuestra historia, nuestra literatura». Y, aunque está muy claro, hay que
explicar por qué Grecia, con muy pocas excepciones, no ha rozado nuestra vida,nuestra historia, nuestra literatura. Y Grecia no ha rozado la cultura española porque
aquí, levantes donde levantes una piedra, siempre te salta al ojo una puta iglesia
románica.
Tampoco, cuando me fui a vivir a Atenas, a los veinticuatro años, tuve suerte
con los mitos griegos. Allí, al borde de la Acrópolis, quedó pulverizada
instantáneamente mi fe católica e, inmediatamente, me puse a blasfemar, a razón de
unas doscientas blasfemias por minuto, como un labrador de Tudela picado en un ojo
por un tábano cisterciense. Hice mío el odio que el poeta latino Lucrecio sentía por
todas las religiones del mundo e incluí en este odio mío, según la célebre expresión
romana, más que púnico, a la mismísima religión griega. Para colmo, y como debía
ser, los griegos que me interesaron de verdad fueron los contemporáneos, y los poetas
Seferis, Cavafis y Elitis desplazaron al Olimpo a Esquilo, Sófocles y Eurípides. De los
dioses griegos, por muchos años, no quise saber nada. A mí, entonces, me interesaban
sólo los poetas, los camareros, los quiosqueros, los futbolistas, los taxistas: o sea,
gentes sin complicaciones celestiales.
Pero, cuando, con los años, ya vi que había cubierto, e incluso con creces, mi
cupo de blasfemias tudelanas, me acerqué por fin, ya sin resentimiento, a Dioses y
héroes de la antigua Grecia y devoré estas historias como lo que son: unos cuentos
griegos maravillosos relatados por Robert Graves, un genial bardo de Wimbledon, que
siempre gastó una prosa que está a la altura de su excelente y copiosa poesía.
Dioses y héroes de la antigua Grecia es el libro que debería ser de lectura
aconsejada en todos los colegios occidentales. Es el único antídoto eficaz contra el mal
de ojo de los crucifijos que todavía cuelgan en las aulas y en algunos hospitales
públicos. En la historia de Occidente, sólo Ovidio, en Las metamorfosis, ha narrado los
mitos griegos con las gracia, rigor, frescura, humor, dramatismo y desparpajo del
exquisito Robert Graves.

DIOSES Y HÉROES 
 DE LA ANTIGUA GRECIA Robert GravesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora