Prólogo

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6 de septiembre del 2014.

California

Irene

Las contracciones son cada vez más fuertes y siento que en cualquier momento puedo dar a luz.

Estoy hiperventilando y el sudor me escurre por toda la frente.

Comienzo por llorar por el dolor. Estoy sola en el hospital.

—¿Irene Hernández? —una enfermera se acerca.

—Soy yo —digo con la voz entrecortada.

—Voy a revisarla —dice y es la cuarta vez que lo hace. Mete su mano entre mis piernas y hace su trabajo.

—¿Ya? —pregunto—. El dolor está incrementando.

—Todavía no es hora, señora Hernández. Tiene 6 de dilatación, necesitamos 10, además dijo que le recordara que quería tener a su hijo por parto natural. Ya estamos en la etapa activa de la dilatación, tendrá contracciones más intensas.

Me da una sonrisa y lloro más.

¿En qué estaba pensando cuando dije que quería parto natural? Ahora la cesárea me parece una buena idea.

—¿Cambió de opinión? —se retira los guantes de látex.

—En definitiva, que he cambiado de opinión.

Me da una sonrisa y parece tan acostumbrada y supongo que no he sido la única que ha cambiado de opinión después de sentir las contracciones.

—Tómelo con calma y siga sus ejercicios de respiración.

No puedo. No puedo seguir los ejercicios de respiración porque siento que en cualquier momento voy a dejar de hacerlo.

—¿Mi esposo ya llego? —pregunto y es que le he marcado, pero solo me contesto diciendo hace unas horas que estaría conmigo aquí.

—Lo siento, señora Hernández. No ha llegado.

Le he marcado alrededor de unas 30 veces, pero Gabriel no aparece. El hospital también le ha marcado y lograron contactarlo una vez y dijo que venía en camino, hace 4 horas.

El problema es que la escuela donde trabaja está a una hora del hospital, estoy comenzando a preocuparme de que le haya pasado algo. Justo en el nacimiento de nuestro hijo.

—Lo dejaremos entrar con usted cuando haya llegado, ahora tómelo con calma.

Se lava las manos y regresa conmigo. Me da una sonrisa y vuelve a hablar.

—¿Su familia tardará en llegar? —me pregunta y yo ya tengo los ojos cerrados para evitar el contacto visual, mis padres dijeron que vendrían mañana porque hoy no alcanzaban a llegar y la mitad de mis hermanos dijeron que les mandara foto porque no querían estar cerca de Gabriel y la otra viene en camino con mis padres.

—No, alcanzaran a llegar cuando dé a luz.

—Entiendo.

—Está en el trabajo —digo la peor excusa.

—Por supuesto, así como también nunca vino acompañada a ninguna cita —dice por lo bajo y la escuche.

Me da una sonrisa de boca cerrada y quizá solo estoy delirando, pero veo compasión en sus ojos antes de darme más instrucciones, darse la vuelta y dejarme en la habitación sola de nuevo.

Como puedo me levanto de la cama y comienzo a moverme en círculos sosteniéndome de la cama. Sostengo con una mano mi vientre gordo y comienzo a tararear para calmar el dolor que acaba de regresar.

No sé cuánto tiempo llevo así, pero las contracciones van subiendo de intensidad doblándome del dolor. Puedo sentir mi cara empapada de mi sudor y no aguanto más, las contracciones se vuelven a cada nada.

A mi espalda la puerta se abre y la ilusión de que sea Gabriel llega a mi cuerpo, me doy la vuelta y decae mi emoción cuando veo que no es él. Es solo un hombre que parece entre sus veinte y treinta, lleva una canasta de frutas y unas flores.

—Estoy siendo obligado, por eso te he traído esto —dice dejando las flores en el mueble de la entrada y no lo conozco.

El parece darse cuenta de que se equivocó de habitación.

—¡Oh! Lo siento, pensé que está era la habitación 105.

Sollozo y el hombre de ojos azules y alto se queda mirándome.

—De verdad lo siento, no era mi intención, venía a ver a mi hermana.

Mira el numero de la puerta y es 104.

Dejo de detallar el rostro del hombre y doy un grito un grito cuando una contracción me golpea en lo más profundo.

El chico de manera protectora se acerca sostenerme. Luce nervioso, pero estoy igual yo.

—¡Dios! ¿Qué hago?

Aprieto su mano cuando intenta irse y es que necesito aferrarme a algo y su mano grande cubre la mía. Lo veo tocar el botón detrás de mi cama y dos enfermeras entran.

Intentan alejar al chico y me niego, no quiero dar a luz sola.

Todo mi embarazo fui yo sola y estaba demasiado asustada, pero lo dejaba pasar. Hoy no quiero que sea así.

Las enfermeras le hablan a la doctora y me acomodan en la cama porque acaban de decir que he llegado a la dilatación para dar a luz.

—¿Es usted su esposo? —pregunta una de las enfermeras al hombre que sigue mirándome como si fuera un cristal a nada de romperse por un movimiento—, tiene que irse a cambiar.

—Yo... —no dejo que termine su oración y lo miro a los ojos.

Estoy segura de que estoy hecha un desastre y es el momento más vulnerable en el que me puedo encontrar.

Solo le pido a Dios que pueda salir de este hospital con mi bebé en brazos y que no me deje sola durante el parto.

—No quiero dar a luz sola —suplico, susurrando al hombre que me mira sin saber que hacer.

Lo veo tragar duro antes de que hablar.

—¿Dónde tengo que irme a cambiar?

Es todo lo que logra decirme antes de seguir a una enfermera que le señala donde tiene que ir para poder entrar conmigo, solo sigo esperando que Gabriel llegue antes de que el hombre pase conmigo, pero... no aparece.

Me preparan y llevan a la sala de operación donde minutos después entra el hombre de ojos azules que entró a mi habitación por equivocación.

—Lamento haberte arrastrado hasta aquí —digo y creo que he sido demasiado egoísta, no es su responsabilidad estar aquí—. Puedes irte, no sabía lo que decía y mi esposo llegará en cualquier momento.

El hombre parece que duda de lo que digo y se niega a salir de la sala.

—Será una buena experiencia ver como traes un bebé al mundo.

Aprieta mi mano para confortarme.

—Ni siquiera sé tú nombre —digo.

—Mi nombre es Vicent.

Contesta y es un hermoso nombre, un nombre de ángel. 

Rompiendo mi corazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora