Yo soy Valentina

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Me llamo Valentina, un nombre que, naciendo a finales de los ochenta, sorprendía a todo quisqui sin distinción.

¿Por qué Valentina? Porque mi madre siempre le ha echado mucha imaginación a las cosas; siente pasión por la música italiana. De hecho, según ella, mi padre es un italiano hermoso y pasional que está en algún lugar del mundo salvando vidas de niños pobres. Mentira cochina, ambas sabemos que mi padre es un chulapo de playa que engatusó a esa mujer, fan de Umberto Tozzi, un verano de 1984 en Torrevieja, le hizo un bombo y desapareció de la faz de la Tierra. Posiblemente tengo algún hermano o hermana perdidos por cualquier costa cálida de España, pero bueno... me da igual.

Aun con ese precedente me pusieron un nombre de origen italiano, por el que todas las niñas y abuelas me preguntaban cuando llegaba al colegio o las conocía, porque sí. ¡Pues vaya un nombre le han puesto a la niña...! les oía decir entre dientes. Hasta el coño acabé de la frase. De mi padre debe venir ese color de pelo castaño casi rubio y los ojos claros que tengo, porque mi madre es todo lo contrario: de ojos marrón chocolate y pelo negro azabache, que además tintaba con frecuencia.

A día de hoy doy gracias a que un tal Valentino sacó un perfume de mujer con mi nombre, y de golpe era una monada y no uno de abuela pelleja. Fíjate tú.

Además de mi nombre, lo que puedo contar de mí es que, según el médico, tengo sobrepeso y debo plantearme adelgazar. Otro imbécil con el mismo cuento. Llevo escuchando esa frase toda mi vida. Mido uno sesenta y cinco metros y peso ochenta y cinco kilos. Para que nos entendamos, uso una talla cuarenta y seis. No recuerdo haber estado delgada nunca. Y cuando digo nunca, es nunca. Me gusta comer, de hecho adoro la pizza, las hamburguesas y no hay viernes que después del trabajo no salga a tomar unas cervezas en compañía de mis amigos. No tengo colesterol, ni diabetes, ni nada relacionado con el peso. Tengo amor por la comida y ahora, en los albores de la treintena, amor por mí misma, algo que he tardado años en conseguir.

Trabajo en una librería de mañanas y soy camarera de tarde en una pequeña cafetería cercana a la universidad. Estudié psicología, pero haber encontrado esos dos trabajos hizo que tuviera que dejar la necesidad de ejercer de lo mío para más tarde.

Soy de una ciudad curiosa, vivo en una especie de oasis de palmeras situado entre Alicante y Murcia. Mi hogar, Elche, es un sitio especial. Cuando eres adolescente se te queda pequeño y piensas en largarte rápido porque aquí no hay nada. De hecho, en mi adolescencia literalmente no había nada. Ni un solo McDonald's. Pero eh, empezamos a crecer y crecer hasta que la crisis del ladrillo se llevó el sueño de ser enormes por delante. Eso sí, ahí tenemos un centro comercial y varios Burger King y KFC; no nos ha ido mal en cuanto a crecimiento, está claro. Elche es un lugar de secano, pero rodeado de palmeras, que es nuestro árbol de aquí, porque es el único que resiste el calor sofocante de estos sitios. Y es que aquí no tenemos primavera ni invierno. Tenemos un otoño frío y un verano abrasador.

Es una ciudad con un encanto especial, puedo decir que te enamoras de sus calles, sus establecimientos y el empeño pueblerino que ponemos en nuestras costumbres y fiestas populares.

Como iba diciendo, soy librera y me encanta mi trabajo. Llevo en esta librería cinco años, y espero que sean muchos más. El dueño es un abuelete majo que se resiste a cerrar aunque de la venta de libros sea prácticamente imposible vivir. Ningún familiar quiere hacerse cargo de su librería, así que allí estamos el anciano y yo echando los días, contándonos cosas el uno al otro. Yo creo que cuando buscaba una empleada más bien debía de buscar una amiga, o incluso una nieta. Por lo menos una nieta educada, porque a los dos nietos que tiene, y que aparecen lo justo por allí, yo les daba de vez en cuando un buen guantazo con la mano abierta.

Andrés, que así se llama el hombre, era un anciano de gustos exquisitos para la lectura, encandilaba oírle hablar. Y siempre aparecía bien vestido y con la raya del pantalón perfectamente planchada, además de afeitado impolutamente y con un embriagador, a la par que agobiante, olor a Varon Dandy,

Su madre le había enseñado a leer, muy pequeño. No pudo ir a la escuela, el fantasma de la posguerra le truncó la educación. Pero ella le enseñó a leer y a sentir amor y pasión por los libros. A cuidarlos como oro en paño. De hecho, en nuestra librería, sí, nuestra, porque yo la siento mía, tenemos ediciones antiguas perfectamente cuidadas y que conservan su encanto inmaculado, protegidas del desgaste del tiempo.

-Déjate de adelgazar, niña, tú estás estupenda -me decía el señor Andrés de vez en cuando-. Ya quisiera más de una haber tenido ese cuerpazo cuando yo era un zagal.

Exacto... hace sesenta años hubiera estado bastante bien. De hecho yo siempre digo que en un cuadro de Rubens yo lo hubiese petado. Pero a día de hoy las tallas lo dominan todo. Te encierran en una jaula de depresión cuando no puedes calzarte un pantalón decente. Yo lo he pasado mal durante años, no miento si os lo cuento de esta manera. Soy una gorda que ha tenido sus altibajos durante su vida y los sigo teniendo. ¿Quién no quiere levantarse con un cuerpo que pueda desfilar en Victoria Secret? ¿Tú no? No lo creo, perdóname. Seamos sensatas, un cuerpazo con todo bien puesto es el sueño de muchas, y el mío algún que otro día. Pero ahí estamos, con mis chichis rellenos de amor, mi celulitis y mis enormes pechos que me hacen usar una talla de sujetador especial y de vez en cuando me hacen padecer de la espalda. Lo tengo todo, como dice mi abuela. Pero también tengo honestidad y felicidad. Tengo cultura aunque sé mandar a alguien a la mierda de la peor de las maneras, la mala educación no está reñida con tener una mente cultivada en el estudio.

He vivido años de dietas milagro y no tan milagro. He ido al gimnasio y he aguantado un par de semanas. He vivido escondida en verano por vergüenza a lucir mi cuerpo. He sufrido, pero también me he divertido y he soñado. Ser una chica gorda, no es fácil, y menos si el entorno del que eres partícipe es tóxico. A día de hoy, con 35, soy libre. Bebo los viernes con amigos, soy puntual en mi trabajo, pago siempre el autobús y saludo en la calle de manera correcta a cada anciano que veo. Las personas mayores suelen darme un respeto y un cariño que otros seres no consiguen... pero bueno, no quiero contaros todo de mí de golpe.

Esta soy yo, Valentina Sánchez. Evidentemente, no es un apellido Italiano, porque es el de mi madre. Bienvenido o bienvenida a mi pequeña porción de mundo.

Valentina de mi VidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora