La Abuela Eugenia

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Yo, hija de madre soltera en los ochenta, me crie con mi abuela. Ambas vivíamos con ella, no pudimos permitirnos una casa hasta más adelante.

La abuela Eugenia era una cabrona machista con todas las letras. Lo tenía todo: genio, hablaba mal y, si podía, algún que otro zapatillazo te daba sin venir a cuento. Yo la odiaba, pero creo que me he dado cuenta ahora del profundo temor que infligía en mí.

Era un ser tóxico y dictador, una general despiadada que hacía lo que le apetecía con mi madre y conmigo, pues era su casa... y eran sus reglas.

Me crie con ella, porque no tenía a nadie más. Mientras, mi madre se partía el lomo todo el día, y alguna noche, en un taller de calzado para intentar sacar a su hija adelante. Porque en la ciudad donde vivo, Elche, como os he mencionado antes, trabajar en el calzado era el trabajo por excelencia. Y la aparadora era la estrella de la función, haciendo horas a golpe de pedal por míseros céntimos el par. Días y noches entregados a un aparato de hierro para sacar adelante familias. Durante años estuvo a flote y con economía sumergida, pero la crisis también se ha llevado parte del mundo del calzado. Menos mal que mi madre es prejubilada y no ha tenido que volver a sentarse frente a ese cacharro rompe-espaldas.

Quiero creer que la abuela Eugenia no superó nunca que su única hija se quedara embarazada sin noviazgo ni matrimonio. Para ella, su hija y yo éramos una vergüenza que le ponía la cara roja cada vez que la gente preguntaba por nosotras.

El abuelo Manuel falleció cuando yo era muy pequeña, así que apenas lo recuerdo. Pero sé que era un hombre singular y amable. No recuerdo jamás una frase mala de su boca hacia mi persona. Olía a caramelos Pictolín, ya que llevaba siempre los bolsillos llenos de ellos.

—Para la garganta —decía. Creo que era un vicio del que ya no podía deshacerse desde que dejó de fumar allá a los cincuenta años.

Del abuelo Manuel recuerdo algún día en el parque y algún que otro paseo a la luz del sol, quizá más largo de lo normal. Era hombre de campo, y cuando empezaba a andar se le olvidaban los minutos, incluso las horas. Los runners de ahora me dan risa; mi abuelo Manuel los hubiese ganado andando a cualquier carrera.

La abuela Eugenia se quedó viuda temprano y con una hija, que era una golfa, y una nieta, que era demasiado gorda para la edad que tenía, y con ese precedente cargaba contra nosotras.

No os equivoquéis, mi vida no ha sido un trauma infantil ni nada por el estilo. Mi abuela Eugenia es una parte más del puzle de mi vida, y por ello cuento con pelos y señales cómo era: una cabrona insensible. Ahí sigue, viviendo sola a día de hoy, despotricando sobre su hija y su nieta a todo vecino. El que nace malo, dice mi madre, muere malo.

Vivíamos en una casa de dos plantas situada cerca del mercado. Los sábados nos ponían al lado el mercadillo, y yo os digo que, como mi madre disfrutaba solo las noches y los fines de semana, pasear por el mercadillo para mí era ir a Disneyland. Me encantaba disfrutar de mi madre, de hecho, es la mejor persona que conozco. Y aunque tengo una muy mejor amiga, Amanda, mi madre para mí es mi muy muy mejor amiga, mi centro, mi amor platónico, mi mamuchi querida.

Bueno, que me descentro. Como iba diciendo, vivíamos en una casa de dos plantas. El Paseo lo llaman por aquí, en Elche. Mi habitación y la de mi madre estaban arriba, junto con un baño enano y un patio donde tendíamos la ropa. La habitación de la abuela estaba abajo, junto al comedor y la cocina.

En la casa de la abuela Eugenia se cenaba a las nueve y, si se salía con los amigos, se estaba en casa a las ocho en punto, ni un minuto antes ni uno después. Porque si no, castigo al canto. Allí se repartían castigos a diestro y siniestro. Recuerdo a mi madre en aquella cocina de los años sesenta, inclinada sobre la mesa intentando cenar, mientras mi abuela Eugenia cargaba contra ella.

—Es que si te hubieses casado, ahora podrías estar como una reina y no dejándote la vida trabajando como lo haces. —Una y otra vez la misma retahíla—. Estarías mantenida por tu marido y criando hijos con tranquilidad. Pero no... Mírate. ¿Qué estás esperando, que ese italiano que te hizo el bombo venga a por ti? ¿Y a por ella? —Hacía un gesto levantando la vista al techo, como si sus ojos atravesaran paredes y pudiesen darme mientras estaba sentada en mi cuarto escuchándolo todo—. ¡Despierta, niña!

—Ya vale, mamá. —Mi madre jamás levantaba la voz, se comía tranquilamente la cena y se marchaba a ducharse.

En aquellos años y en silencio, mi madre se abrió una pequeña cuenta corriente en un banco y comenzó a lanzar ahí los pocos ahorros que conseguía. Dispuesta a largarse de aquel lugar tóxico para ella y su pequeña, aunque eso era algo que jamás diría. Os digo en serio que uno de los días más felices de mi vida fue el que mi madre empaquetó las maletas y me dijo:

—Valentina, nos vamos a nuestra nueva casa.

—¿Tú y yo? —pregunté, colgándome la mochila y soltando de golpe a un lado la Superpop que estaba leyendo.

—¡Tú y yo solas!

Nos fuimos las dos de la mano, con todos nuestros bártulos en un coche alquilado, lejos de esa casa que olía a viejo y maldad. Parte de mí se liberó. Fue antes de entrar al instituto y conocer a mi amiga Amanda.

Mi madre se pudo comprar una pequeña casa en un barrio antiguo, pero el edificio era nuevo. Todo olía a nuevo: las puertas, la pintura... Era una casa pequeña. Era y es, porque ella sigue viviendo allí. Con dos habitaciones nos valía para nosotras. Tenía un baño que compartir y un pequeño balcón, que nos permitió colocar dos mecedoras y salir en verano a la fresca.

Y ahí empezó mi vida a solas con mi muy muy mejor amiga.

Valentina de mi VidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora