Capítulo 44

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En el hogar temporal, Mía aprendió a reprimir las lágrimas. Las niñas más pequeñas podían llorar, ella no. Si lo hacía, las demás la acusarían de querer «llamar la atención» de las cuidadoras. Y no, no podía pretender esa atención porque las niñas de su edad «se valían por sí mismas», debían solucionar los problemas por su cuenta. Algo así le había dicho Indira de trece años, una de sus compañeras de habitación, cuando Mía despertó aterrada a mitad de madrugada después de experimentar una pesadilla. «Deja de molestar y vuelve a dormir. No eres un bebé» pronunció, enfadada. De inmediato, Mía se sintió como un estorbo, ese no era su lugar, no debía estar ahí. Suprimió la angustia que apretaba su pecho, se ocultó entre las mantas y cerró los ojos.

«Pronto saldrás de aquí» se dijo a sí misma, mientras se abrazaba al oso de felpa que Theo le había obsequiado durante su estancia en el hospital. Vaya, cuánto extrañaba esos días. Si bien internarse en un hospital significaba estar enferma, para Mía fue una época «agradable». La hicieron sonreír cada día. De pronto, parecía una experiencia lejana, incluso irreal, como un sueño que a veces se preguntaba si había vivido o no. Aún así, contaba religiosamente el tiempo, cada día que pasaba lo tachaba en un calendario que ella misma había dibujado.

«Cada día que pase será uno menos para que estemos juntos», Theo se lo prometió.

Llevaba la cuenta exacta: cuarenta y ocho días.

Esa tarde, se preparó para superar uno más. Salió de la cama, fue al baño, se trenzó el cabello, tomó el desayuno y horas después, almorzó. Durante la tarde, Ana -una de las cuidadoras-, le sugirió que saliera al jardín a pasar el rato con el resto de las niñas. En el playón de deportes, jugaban al baloncesto. Mía estaba segura de que esa clase de deporte no era lo suyo, pero trató de poner lo mejor de sí misma e integrarse al montón. Se arrepintió poco después cuando, al intentar quedarse con el balón, recibió un empujón que le provocó un raspón en la rodilla. Al instante, se sintió tonta por ser tan débil. Ardía con intensidad. Dolía de un modo desgarrador. Y no, no se trataba de la pequeña raspadura, en realidad, ese desliz encendió sus heridas internas. Por eso dolía tanto. Fue como una sacudida que la hizo reaccionar.

«¿Y si en realidad él nunca vendrá?» se preguntó, mientras corría al baño con finos hilos de sangre que surgían de la herida. «¿Si él ya no me quiere?», sus pensamientos se tornaron oscuros. Abrió el grifo, se mojó las manos y procedió a limpiar la herida ayudándose con un trozo de papel.

Si ni siquiera su padre biológico había sido capaz de quererla, ¿por qué otro lo haría?


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—¿Mía? —La niña, que leía un cuento sentada en la cama, elevó la mirada. Ana estaba ahí. Suspiró frustrada, temía que la estuvieran por regañar—. Me dijeron que tuviste un pequeño accidente. ¿Estás bien?

—Sí. —Se encogió de hombros, señalando la lastimadura que había cubierto con una bandita—. No pasa nada. Pero no quiero volver a jugar —advirtió, por si acaso. Seguido, volvió a concentrarse en el libro de cuentos.

—Está bien. No es necesario —respondió. Al mismo tiempo, la mujer se acercó y se sentó en un extremo de la cama—. De hecho, tengo buenas noticias para ti. ¿Escuchaste, Mía?

Escéptica, apartó el libro y se incorporó, depositando su atención en Ana. Ni siquiera imaginaba que, lo que estaba a punto de ocurrir, cambiaría su vida para siempre.

—¿Qué pasó?

A pesar de que no quería ilusionarse, sonó repleta de entusiasmo.

—Alguien vino a verte. Está esperando en la entrada.

Frágil e infinitoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora