Prólogo
Villa Giuseppina, Lago di Como, Italia. Diciembre, 2009.
Hans se movía, contenido. Sujetaba el mango de un látigo corto, de tela trenzada, y lo hacía restallar con firmeza contra la piel expuesta ante él y ante Leandro, su joven amigo.
La sumisa, suspendida del techo por delicadas e irrompibles cuerdas color rojo sangre, inmovilizada a merced de esos dos implacables Dominantes, no perdía detalle de los músculos del torso fibroso y desnudo de Hans, de los desplazamientos de los fuertes brazos y de las elegantes manos.
Era una cesión compartida y ambos la estaban sometiendo con tórrida voluntad. Eran ardientes, implacables y severos, y la hacían estremecerse de dolor y de placer cada vez que la rozaban con el látigo o con las manos.
Hans se movía a su alrededor y ella se tensaba, con ansia anticipada, al notar el ardoroso calor corporal masculino rodearla como si fuera una manta, antes de que la tocara. Se derretía de puro éxtasis cada vez que las manos de esos dos Dominantes, tan fieros como apasionados, la tocaban. Se sentía usada de tantas enloquecedoras y lujuriosas formas que su mente había entrado en una espiral ascendente y deliraba de placer.
Leandro se mantenía apartado, en ese momento, y disfrutaba al contemplar la dominación que ejercía su amigo sobre la soberbia sumisa de la Ama Iria. Después de tanto tiempo compartiendo correrías por el submundo del BDSM sabía que Hans era un consumado hedonista y daba tanto placer como tomaba.
Hans enarboló el látigo y lo descargó con fuerza sobre la espalda sinuosa, de tersa piel dorada, ahora enrojecida. Resonó el sonoro golpe entre las paredes de piedra caliza. Un sonido apagado, como ahogado, seguido al cabo de unos segundos de una profunda inhalación y un femenino gemido bajo, gutural y tan sensual que las respiraciones masculinas sufrieron un serio revés.
—¿Recuerdas lo que te ordené al empezar, Korey*? —preguntó Hans con una peligrosa voz de seda por la desatada lujuria que le recorría las venas, en un tono tan grave y enronquecido que las paredes devolvieron un viril eco oscuro que erizó los poros de la hembra a su merced. Se mantenía tranquilo, sin demostrar las emociones que lo asediaban, pero la entrega de esa sumisa le inundaba la sangre como si fuera una potente droga. Una a la que se había hecho adicto desde muy joven. La mente se le colmaba de endorfinas y el cuerpo se le sublevaba hasta la locura, encendido de ansia.
Caminó por la amplia estancia y se detuvo delante de la bella mujer de cabello castaño, suspendida en el aire, enredada entre un bondage* de cuerda que pendía de un reforzado gancho, del techo. Con los brazos atados detrás de la espalda, los turgentes y redondos senos se erguían en una compresión de cuerdas que los delineaban y sujetaban. El torso femenino, constreñido por un bello e intrincado cordaje, se elevaba en el aire, arqueado, con la cabeza más alta que las caderas para que los dos Dominantes pudieran acceder, a la perfección, a toda la anatomía femenina. Las piernas, dobladas por las rodillas, estaban atadas de forma separada para un mejor manejo y exposición del sexo, cada vez más húmedo y excitado. A cada instante más enrojecido y dispuesto.
Un embriagador deseo recorría a Korey. Su piel estaba tan sensibilizada que notaba cada pequeño soplo de aire que recorría la estancia por los movimientos de los hombres a su alrededor. La estaban sometiendo con tal maestría que su cuerpo ardía con cada sutil caricia, con cada roce.
A cada contundente azote, demoledores pellizcos o profundos y húmedos besos.
Y respondía, entregada.
Con la mirada, con el cuerpo, con la piel erizada. Receptiva a todo lo que ellos quisieran hacerle, erotizada por el acuciante deseo de complacerlos que desataban en ella.
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Sé Mía y te daré el Mundo - El Tutor I
RomanceHans siempre tuvo muy claros sus sentimientos de Dominante y junto a su amigo Leandro recorrió, años atrás, los locales de un submundo lleno de magia y misterio, y llenó sus noches y sus días con juegos y prácticas no alcanzables a la mayoría de los...