Capítulo uno.

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Na Jaemin.

Abrí la puerta trasera de la panadería y me preparé para la ráfaga de aire frío que me golpeó cuando me aventuré a la noche de principios de febrero.

Sólo estaba sacando la basura al callejón, así que no me había molestado en ponerme un abrigo sobre mi camiseta, algo de lo que me arrepentí al instante cuando la brisa me golpeó los brazos desnudos. Se me puso la piel de gallina y utilicé mi mano libre para frotar el brazo en el que llevaba el saco negro de basura, haciendo mi mejor esfuerzo para calentarlo.

Cuando doblé la esquina del callejón, escuché un crujido. Esperaba encontrar gatos callejeros hurgando en los contenedores, pero para mi sorpresa, lo que encontré fue un hombre, tal vez incluso más joven que yo, y yo sólo tenía veintidós años, hurgando en la basura de la panadería.

Me quedé en silencio y lo observé por un momento, intrigado por lo que estaba buscando. Cuando lo vi alejarse con un puñado de pasteles rancios que había tirado al principio del día, mi corazón dolió por él.

Lo estudié. Desde sus jeans rotos, zapatos sucios, cabello desordenado y vello facial desaliñado, hasta la mirada triste en sus ojos mientras escaneaba la comida que había encontrado. Supuse que, por su deshilachada mochila y su saco de dormir enrollado, probablemente no tenía hogar, y por un momento traté de comprender lo que debe haber sido estar durmiendo de esa manera tan brutal a una edad tan temprana, y cuando hacía tanto frío...

—Hola —dije. No quise sobresaltarlo, sólo quería llamar su atención, pero instantáneamente saltó y dejó caer los pasteles.

—Mierda —murmuró, y fue a recoger la comida del suelo—. Lo siento.

—No lo hagas —dije, y comencé a moverme con cautela hacia el contenedor, y dejó de tratar de recuperar la comida—. ¿Quieres entrar y comer algo más fresco que esos? —Hice un gesto hacia los pasteles empapados, ahora cubiertos de tierra, que habían aterrizado en un charco.

Sacudió la cabeza.

—No puedo pagar ninguna de sus comidas.

—Van por cuenta de la casa —sonreí—. Esos saben mucho mejor cuando están calientes —Señalé los pasteles.

Estaba tratando de no hacer un gran problema porque no quería que se sintiera mal por aceptar mi oferta, pero quería ayudarlo dándole una buena comida caliente. No iba a dejar que se fuera y comiera la comida que había encontrado en un basurero, no cuando podía prepararle algo fresco y delicioso.

Permaneció en silencio por unos momentos, con una mirada aprensiva en su rostro.

—¿Qué necesitaría hacer a cambio? —preguntó.

Se me encogió el estómago. ¿Qué había necesitado hacer para comer en el pasado?

—Nada —le aseguré.

—¿Por qué harías eso? —levantó una ceja inquisitiva hacia mí.

—Porque no me gusta la idea de que comas algo de un basurero.

—Pero ni siquiera me conoces —dijo con incredulidad.

—Eso no importa. No me gusta la idea de que alguien coma algo de un basurero. Vamos —le hice un gesto para que me siguiera.

Ya había cerrado con llave la puerta principal, y comenzado a limpiar todo antes de subir las escaleras a mi departamento para descansar, pero no me tomaría más de un par de minutos volver a encender todo y preparar algo para que comiera.

Fue entonces cuando me di cuenta de que ni siquiera le había preguntado cómo se llamaba.

Me di vuelta para ver que me había seguido tímidamente a la cocina de la panadería, y estaba parado en la puerta llevando todas sus cosas.

Dulce hogar.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora