Capítulo 2
Época de los caminos.
Cuarto Periodo. Día segundo del Sexto ciclo de lunas.
El sonido de la colosal trompeta sonó amplificado por los huecos del lugar donde se hallaba ubicada. El pitido rebotaba entre sus piedras y a modo de embudo salía disparado como un atronador quejido. La guardia se movilizó deprisa. Algunos cerraban y apuntalaban las puertas, otros corrían hasta la entrada del recinto real.
El pequeño palacio estaba sitiado, algunos mercenarios consiguieron entrar. El asedio procedente de distintos puntos desbarató la guardia. Los oficiales intentaban organizar la defensa con escaso éxito. Soldados mataban a soldados. El enemigo llevaba su indumentaria, vestían como ellos y la confusión aumentaba en la batalla. Una estrategia tan antigua como vil.
El patio de defensa había sido tomado. El humo se propagaba con rapidez, la ciudad ardía por y desde diferentes puntos. Un potente ariete de madera y acero, como toro malherido, embestían una y otra vez la puerta de los aposentos reales.
La reina retrocedió ante la sacudida continua de los terribles golpes que hacían temblar la puerta. El niño tras ella, se agarraba con fuerza a su vestido. Cerraba los ojos en las embestidas cuando cada sonido de cada impacto hacía retumbar paredes y techo. La docena de soldados que alzaban las espadas esperando lo que se les venía encima, no bastarían para frenar un ataque así. La piedra que sujetaba el marco comenzó a quebrarse, la madera, gruesa y resistente, mantenía su estructura. La barra que la apuntalaba crujió. Un nuevo golpe la astilló. Otro más la partió. En el siguiente, un pomo de hierro romo del tamaño de un escudo atravesó la puerta desencajando cerrojos y marco, desplazando los remaches de acero, fraccionando, destrozando todo cuanto encontró a su paso. En la estancia, además de los asaltantes se coló algo que impregnaba el aire, algo que olía a muerte.
La reina emitió un grito ahogado. El niño se encogió y cerró los ojos con toda la fuerza que pudo. Luego todo quedó mudo. Y ese instante se rompió. El silencio también fue arrebatado. Un rugido atronador llegó hasta ellos. Una multitud armada arremetió contra la guardia real. No hubo piedad ni lamentos. Nadie lloraría sus muertes porque ya no quedaba nadie para llorarlos.
La reina retrocedió mientras trataba de esconder al niño tras ella. Buscaba una salida que no había.
Los mercenarios se detuvieron. Matar a una reina traería consecuencias. Lo sabían. Todos lo sabían. Quizá por eso durante un momento se quedaron quietos. Se adelantó un hombre alto, en sus manos sostenía una espada larga manchada de una sustancia oscura que se deslizaba por su filo en hebras espesas. Miró a la mujer y al niño con desprecio. Como implacable verdugo, Juzgó y ordenó:
—¡Matadlos!
La mujer se adelantó, dio unos pasos alzando sus manos desnudas. Uno de los soldados lanzó un violento mandoble buscando sesgar su avance. El filo pasó rozando el pecho de la soberana que agitó los brazos suplicando clemencia. Luego pareció tragarse su propio sonido cuando, otro de los mercenarios le atravesó el esternón con un cuchillo largo y curvado. Su cuerpo se encogió y durante un rato se mantuvo quieta. De repente convulsionó y vomitó sangre y se precipitó al suelo como fruta madura.
Los mercenarios reían mientras la mujer agonizaba. Por un momento se olvidaron del niño. La reina se resistía a morir, hizo varios intentos nulos para ponerse en pie. El más alto se adelantó para rematarla. Al alzar su espada sintió un tajo que le quemó la pierna a la altura del muslo. Su pantalón se manchó con rapidez de un carmesí brillante. Alzó la vista. El maldito mocoso estaba de pie a unos pasos de él. Agarraba con las dos manos el puñal que lo había herido. En sus ojos no se percibía el miedo de un niño asustado, todo lo contrario. Y lloraba, derramaba lágrimas, aunque no de congoja, eran de rabia y coraje.
Por un instante, rápido y fugaz, pero no lo suficiente para pasar desapercibido en el grupo de asesinos, quedó plasmada la indecisión.
Luego, el herido, con un grito aterrador propinó al chico un tajo transversal. Aunque el muchacho hubiera podido detener el ataque, la fuerza del arma habría destrozado el cuchillo y después su cuerpo. No fue él, fue una hoja mucho más poderosa la que se interpuso en ese intento de asesinato.
Nadie supo de donde salió aquel extraño. Había entrado sin ser visto, había pasado entre los mercenarios y con excelente habilidad, evitado el estoque mortal sobre el niño.
Hizo un gesto con la muñeca y desarmó al jefe de los bandidos que retrocedió confuso.
Era alto, de mediana edad. Sus ojos tenían un brillo excepcional y su mirada aturdía.
Dio un paso y luego otro y aquellos hombres, como uno solo, retrocedieron. Una vez más el cabecilla tomó la iniciativa. En un ataque de cólera arrebató la espada a uno de sus hombres y atacó. Utilizó las dos manos para lanzar estoques. El filo silbaba cuando el aire se dividía cortado con salvajismo. Tras la furiosa acometida se detuvo buscando a su oponente. El sudor resbalaba por su frente, sorteaba sus cejas y se colaba en sus ojos. Algunas gotas formaban hilos que llegaban hasta sus labios. Con un gesto brusco, soltó una mano y se pasó la manga repetidas veces por la cara limpiando la humedad que impedía su visión.
Lo vio, seguía allí de pie. Como si no hubiera pasado nada. El extraño, con un gesto rapidísimo golpeó la hoja que el mercenario sostenía, este, sintió una dolorosa sacudida que le llegó hasta el hombro y soltó el arma. El golpe lo hizo retroceder. Se tambaleó desconcertado buscando con la mirada la ayuda de sus hombres, ya que de sus labios no salía sonido alguno.
Algunos más osados arremetieron. Eran más de una docena, acabarían con el extraño en un instante. Eso pensó el primero que cargó. También fue el primero en morir.
En ese momento, otra docena de esbirros irrumpieron en la estancia. Esta vez, el extraño se metió entre ellos y con la velocidad de un viento huracanado se movió. Ninguno, ninguno de los asesinos supo cómo murió.
El muchacho se pasó la mano por su rapada cabeza observándolo incrédulo. Solo él quedaba en pie. Recordó los cuentos que la reina le contaba. Cuentos donde un poderoso héroe, bastaba para vencer ejércitos.
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La Maldición; Brujas del infierno.
FantasyTe gustó el cuarto mago? Entonces la maldición de va a encantar. Tienes que leerlo, ya me cuentas. :=)