Capítulo único

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La estrategia es no pensar en el olor. Para eso está la máscara, por supuesto. Se la arrebató a un maniquí hace tanto tiempo que ya no recuerda cómo lo hizo: si lo persiguieron cuando salió del centro comercial corriendo con ella en la mano y si lo arrestaron varias calles después, lo cual es poco probable, porque, de lo contrario, le habrían confiscado la máscara, y no es así: aquí la tiene, se convirtió en el elemento central de su indumentaria para salir a cazar. Se trata de una máscara antigás completa, con pantalla periférica y doble filtro, que le da el aspecto de un soldado futurista, sobreviviente de algún tipo de guerra bacteriológica. Fue el color rojo el que lo atrajo cuando la vio: las correas del arnés ajustable a la coronilla, los bordes del visor y el elastómero de silicona de las válvulas. Todo rojo y brillante, como si la máscara anunciara su propósito, como una especie de mensaje cifrado para él.

La estrenó esa misma noche y lo único que hizo fue caminar con ella puesta por los callejones oscuros y malolientes de Santacho, donde las ratas corrían felices sin que nadie amenazara con matarlas y donde los cadáveres de las balaceras entre pandillas permanecían tanto tiempo en las aceras que parecían vagabundos dormidos, cobijados con su propio enjambre de moscas. Algunos de los habitantes de las calles que lo vieron deambular de una esquina a otra se estremecieron al principio, quizá porque no habían visto jamás a nadie que usara una máscara de esas fuera de una pantalla de cine o de televisión. Luego se encogieron de hombros; lo cierto era que los fines de semana se veían especímenes humanos mucho más extraños, como Odilia, la mujer jorobada que mendigaba los domingos en la mañana a la entrada del templo, aterrorizando a niños y a ancianos con las espantosas verrugas de su rostro, o como la hermanita (supuestamente bruja) de la profesora que se había ahorcado en el bosque del límite norte del barrio años atrás, una pequeña de pelo tan largo que podía cubrir con aquella melena negra todo su cuerpo y que asustaba a la gente con sus luminosos ojos verdes y que parecía ser capaz de darles órdenes a las aves, o como Rangel Medina, el hijo de doña Salustia, al que le habían volado medio cerebro de un balazo durante los operativos del Ejército en la Comuna 17-B para desmantelar las plazas de vicio de un grupo de traquetos mexicanos, y quien a veces salía a caminar de noche, cojeando como un muerto viviente y diciendo al viento incoherencias que, sin duda, sólo él entendía:

—Habrrrááá una pandimia de rr, de rr, de rrisssas y llanto de s-s-ssangrrre dentro de ci-ci-cincuenta o sesenta progggoms —proclamaba con una voz sacerdotal bastante blanda y bastante lenta, con su boca torcida hacia la izquierda—. Se abrrrirá la Tieerrrra... y d'ella naceránnn los mouunnnstrrruos encarssselados por las diouusas de nuestros ancestrrros.

Esa noche, lo vio a través de la máscara y se detuvo frente a él y esperó que le dijera algo, y Rangel Medina no lo decepcionó:

—Venturrra por tu llegada, visssitante del más delannnte —le dijo—, encarnición del m-m-mmmaaal.

Pero no fue hasta cuando consiguió el resto de su «uniforme», casi medio año después de aquella primera salida, cuando por fin se decidió a salir a cazar: un chaleco rojo oscuro, de rayas negras, que se camuflaba bien entre las sombras de las calles y los bosques; el pantalón vinotinto de un impermeable de motociclista, que a la luz de la luna parecía empapado de sangre negra; unos guantes quirúrgicos color bermellón que le daban a sus manos una apariencia húmeda y viscosa, y unas botas también rojas que sumaban cinco centímetros a su 1.74 de estatura. Antes de salir por primera vez de cacería, se miró al espejo, se excitó con la visión de sus bíceps bien formados tras varias semanas de entrenamiento intenso en las barritas del gimnasio al aire libre cercano al Estadio, y se excitó aún más ante la notable erección que el pantalón de plástico no podía disimular.

Se aventuró un par de barrios hacia el norte, en una zona verde que bordeaba un par de kilómetros de la quebrada La Rompiente, famosa en el sector por vomitar, en dirección al río, muertos de distintas edades, cadáveres de distintas especies, anónimos y amorfos banquetes para los gallinazos siempre ansiosos, en distintas épocas del año. Sabía que al lugar asistían parejas pobres que no tenían con qué pagar una habitación, y que para ellos la posibilidad de ser observados por una o más personas formaba parte de la emoción, del placer de fornicar al aire libre. Se sabía de mujeres muy jóvenes que habían sido violadas entre aquellos matorrales, pero también de hombres (adolescentes homosexuales, casi siempre), y hasta existía el rumor de niños desaparecidos que algún monstruo había dejado por allí, semienterrados, después de haber gozado con sus cuerpos, de haberlos torturado o mutilado o golpeado, en medio de lo que parecían espeluznantes rituales paganos. Caminó entre las supuestas tumbas de aquellos niños, alterando con sus huellas las supuestas inscripciones de círculos sagrados y las supuestas runas dibujadas con pólvora y cal, rociadas con supuesta agua bendita y protegidas por supuestos ensalmos de sacerdotisas negras.

Blood MaskDonde viven las historias. Descúbrelo ahora