Semana de la dulzura

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El pitido del silbato del entrenador resonó en la cancha semicerrada del predio universitario. Manuel arrugó su entrecejo algo molesto, el sonido de aquel silbato era demasiado agudo y torturaba sus tímpanos cada vez que el viejo lo tocaba, encima parecía tener una manía con hacerlo cada diez minutos de juego. Aunque no tenía muy en claro qué le molestaba más, si el silbato culiao o el exagerado frío que había caído en la tarde. Se estaba comenzando a arrepentir de seguir a Jeremías y a Bautista a ver el entrenamiento del equipo de básquet donde jugaba Martín, su compañero desde segundo año de Letras Modernas, un joven rubio de unos profundos ojos verdes, y que ostentaba una altura de un metro ochenta y cinco.

—Este pibe juega acá por hobby, pero es profesional en el equipo de Belgrano. —comentó Jeremías, el joven pelinegro, a Bautista, un muchacho de su misma edad de cabellos rizados.

—Mira... piola. —respondió sin demasiado interés y sin dejar de ver cómo picaba la pelota de un lugar a otro.

Manuel escuchaba atento aquella conversación ya que, de Martín, no sabía demasiado. En alguna ocasión hicieron un trabajo práctico juntos, y de ahí en más conversaban de vez en cuando antes de entrar a clases, o cada tanto tomaban mates en la plaza contigua al edificio donde se impartían algunas de sus clases. Pero no tenía idea de lo que hacía fuera de la facultad, realmente nunca le había preguntado sobre ello, pero si había sido Martín quien se interesó por sus actividades extracurriculares, pero no tuvo demasiado para decir, solo estudiaba y si le quedaba algo de tiempo libre, leía alguna de las tantas novelas chilenas que tenía en su lista de pendientes.

—Estoy cagadazo de hambre, qliao. —expresó Jeremías palmeando su estómago—. ¿Y si nos pedimos unas empanadas árabes?

—Ya me comí un chori antes de venir para acá. —contestó Bautista, despegando la publicidad de una asociación política estudiantil de la fila de gradas enfrente de él.

—Que qliao... —murmuró poniéndose unos lentes de sol para dormir un rato, aprovechando la tranquilidad de la tribuna donde se hallaban sentados.

El chileno, el único no local entre ellos, sacó de su mochila algo dulce para comer, tenía una bolsa de magdalenas con dulce de leche y una golosina Fort, un Dos Corazones. Realmente no le gustaba demasiado, pero lo había comprado porque había sido lo primero con lo que sus ojos se encontraron, pero ahora le parecía un desperdicio de dinero.

Pensó en dárselo a Jeremías, pero seguramente ya se encontraba dormido, por lo que se quedó sin hacer nada y prestó atención a su compañero Martín que, por cómo manejaba la pelota y encestaba tiros desde amplias distancias, se notaba que realmente era un profesional de aquel deporte y que sabía sacarle provecho a su altura. Aunque muchos de sus compañeros tampoco se quedaban atrás, ni en técnica ni en altura, por lo que aquel partido de práctica se había vuelto bastante entretenido.

Martín, de pronto, pidió un cambio, y desde la mitad de la cancha entró un muchacho que antes había estado sentado en la banca. Manuel vio aquella golosina Fort aún entre sus manos, y se decidió por regalársela a su compañero, algo dulce le vendría bien para reponer los azúcares que había perdido durante la actividad física.

Bajó con cuidado las dos filas de las gradas que lo separaban de la banca y luego, algo tímido (porque no era demasiado extrovertido), le ofreció la golosina junto con una forzada sonrisa de cortesía.

—¿Me lo das? —preguntó el rubio algo sorprendido.

—Si, weón. ¿Te gusta? —respondió estirando su diestra con la golosina.

—¿Posta? ¿Me lo das? ¿Ahora? —volvió a cuestionar algo dubitativo sobre aceptar el presente.

—Si, weón, qué te ocurre. Solo tómalo.

ArgChi Relatos Vol. IIDonde viven las historias. Descúbrelo ahora