San Telmo
50 años atrásEsas cosas que no le pasan a nadie, un día le pasaron a
Aníbal: se hizo millonario de la noche a la mañana. No recordaba cómo había empezado a jugar, en esa época había varios juegos de azar disponibles y las apuestas se hacían en agencias oficiales, que controlaba el Estado. Aníbal jugaba a todo, pero fundamentalmente a la quiniela. En este juego cada número tiene un significado; por ejemplo: se debe jugar al 47 si se soñó con un muerto, pero si en el sueño el muerto hablaba, se juega al 48.
Cada agencia de juego exhibe un cartel enorme con los significados del O al 99, que informa a qué número hay que apostar según el sueño o deseo.
–Lo que quiero es conocer una niña bonita –pedía Aníbal Ruiz al empleado que lo atendía. A la niña bonita le corresponde el número 15, porque una quinceañera siempre es bonita.
Y él le aconsejaba
–Debes jugarle al 15, no menos de quince pesos.
–Y quiero enamorarme de ella y que ella se enamore de mí.
–Entonces juega al 93, el enamorado.
–¿Cuánto?
–Doce pesos, monedas, más monedas menos... ¿Te quieres casar con ella también?
–Sí. Si conozco a la niña bonita que quiero conocer, sí.
–El 63, el matrimonio.
Fue una víspera de Nochebuena, cuando el empleado de la agencia le ofreció una fracción del billete de lotería, llamado el Gordo de Navidad. Pagó cinco pesos de entonces y se guardó el papel en el bolsillo del pantalón; desde el comienzo consideró que eran cinco pesos tirados a la basura.
Era diciembre de 1967 cuando los niños cantores, que son quienes anuncian los números ganadores, sacaron su número, el 63, y lo cantaron. Un locutor festejó con algarabía e hizo un chiste acerca de convertirse en un afortunado, en un mimado de la suerte y de la diosa Fortuna, quien tuviera en su poder el billete con el 63.
Aníbal estaba solo, sentado ante una mesa en el bar Mi tío, mirando la transmisión del programa de la lotería. Comía un bocadillo y bebía un vaso de vino. No tenía ni padre ni madre, era un huérfano criado en un hospicio; lo torturaba la llegada de las fiestas, porque nunca tenía con quién pasarlas. En la pensión en la que vivía todos los pensionistas se volvían a sus provincias. Alguien detrás de él pidió que subieran el volumen del programa de televisión. Fue entonces cuando Aníbal recordó que tenía el billete en el bolsillo trasero del pantalón. Lo extrajo y leyó el número ganador: coincidía. Volvió a leerlo: coincidía. Buscó cuál era el fallo, en qué detalle el empleado de la lotería lo había estafado. Pidió ayuda al camarero, que estaba atento a espantar las moscas que se querían amparar en la campana de los bocadillos. El camarero gritó, se acercó otro cliente del bar, uno que tenía un billete que no ganó ni un premio consuelo y también gritó. Aníbal se cercioró de que era el dichoso ganador del Gordo de Navidad del año 1967, entonces
pidió una ronda de vino para todos.
El primer día hábil siguiente, cuando en la agencia le confirmaron el premio y tramitaron su cheque, él corrió a casa de Aura y la pidió en matrimonio a sus padres.
Cómo Aníbal había conocido a Aura era todo un cuento: la había visto por primera vez en la plazoleta Castelao, una tarde en la que ya no quedaba nadie, no había más niños y estaba fresco. Aura estaba allí, sentada en un banco, luego se puso de pie, miró a un lado y miró al otro, y sigilosamente se lanzó tobogán abajo. Aníbal se quedó escondido entre la arboleda. Ella comprobó que nadie la veía; no había descubierto a Aníbal aún. Así que se lanzó por segunda vez del tobogán y por tercera y por cuarta, repleta de felicidad. La felicidad era una cosa que se le veía a una legua, en los hoyuelos de las mejillas y en las puntillas de la enagua.
Despacio, temeroso de asustarla a esa hora, Aníbal salió de detrás de los árboles.
–Permiso –pronunció.
Ella era la niña bonita que andaba buscando.
¿Había jugado al 15 ese día? Si lo había jugado seguro que salía, y él se volvería millonario por un día y podría invitarla a tomar un refresco, o un chocolate, o la golosina que quisiera una chica de su edad.
–No se asuste. Me llamo Aníbal Ruiz y soy titiritero.
Aura se deslizó tan rápido como pudo del tobogán y hubiera salido corriendo si no fuera que se le enganchó la falda en el borde de una arista.
–No tenga miedo, la vi tan linda en el tobogán. Me pareció un hada que...
–Tengo 17 años y no tengo ni alas ni varita.
–Me doy cuenta. Y seré curioso, ¿tiene novio?
–Tengo que terminar el bachillerato, mi padre dice que si no lo hago me gradúo primero de burra.
–¡Le gustan los juegos de la plaza?
–Vengo de la misa de ahí, en la Parroquia de la Inmaculada Concepción. La última misa, que es a las 7. Cumplo con Dios y después vengo a divertirme un poco.
–¿Sabe quién soy?
–Me parece que el Lobo Feroz no es.
–Tal vez alguna vez me vio.
–Al Lobo Feroz lo distinguiría enseguida; es mucho más peludo.
–Me paseo por la Feria de San Telmo, los domingos. Tengo una marioneta, Juancito. El canta canciones y hace chistes.
–Me gustan las canciones y los chistes.
–A ver, señorita. Usted tiene padre, usted será bachillera, usted concurre a misa, usted escucha canciones y ama lanzarse en el tobogán de esta plaza. Pero no me dijo si tiene novio.
–No. Y tampoco le diré mi nombre.
Y así fue el primer encuentro con Aura, el amor de su vida, la niña bonita y quien después se convertiría en su esposa. Por cierto, ese día, después de conocerla, él volvió a jugar el 15 a la quiniela. Pero esa vez no salió: después de todo, ella no tenía 15 años y ya lo afirma el dicho: "Afortunado en el juego, desafortunado en el amor".
Cuando Anibal ganó el Gordo de Navidad, a Aura le faltaba un mes para cumplir los 18 y ambos estaban enamorados. El padre de Aura le concedió la mano de su hija; antes hubiera tenido que pasar por sobre su cadáver para permitir que su Aurita se casara con un artista de variedades y titiritero andariego. ¿Qué clase de vida hubiera sido esa para la niña de sus ojos? Pero ahora la situación había cambiado, porque el audaz titiritero tenía suficiente dinero para los próximos 70 años. O eso creía el padre de Aura, el único abuelo que conoció Dalia. Aníbal se dirigió con la joven soñada a la primera propiedad con el cartel "En venta" colgando de la pared y la compró. Se casaron al mes siguiente, se fueron de vacaciones a Piriápolis, en Uruguay, sintiendo un gusto similar al de los grandes burgueses que vacacionaban en el extranjero, o así lo sentían ellos. Al año de casados nació Pedrito y 5 años después, Dalia. El nombre del hijo varón lo eligió la madre, como ameritaba la tradición en su familia, y el de la hija, el padre. La llamó Dalia porque cuando nació, la niña tenía el rostro sonrosado y con hoyuelos, y parecía que sonreía como una dalia en flor.
La alegría no le duró a Aníbal Ruiz mucho tiempo y menos todavía el dinero. Habían invertido una gran cantidad de la pequeña fortuna en una empresa financiera que en pocos meses se fundió por algunos movimientos fraudulentos. Por suerte, habían armado un pequeño teatro en el vecindario, para hacer funciones para niños y obras de títeres. Lo llamaron El Farolito de color, por un farolito rojo que había en la puerta, pero después el nombre quedó abreviado en El Farolito; para todo el mundo era El Farolito a secas, así lo conocían en el vecindario y así lo llamaban los críticos. Lo compraron originalmente como una inversión y para darse el gusto de representar alguna obra de vez en cuando, para el cumpleaños de Pedro o para la comunión de Dalia. Ahora tendrían que vivir de él. Entonces Aníbal Ruiz buscó en la trastienda del teatro su vieja maleta con los muñecos. Antes de su matrimonio y de ganar la lotería, el hacía funciones en las instituciones para chicos huérfanos o en los hospitales de niños y escuelas. Ese julio de 1967, cuando todavía era un pobre artista callejero, había dado una función a beneficio de los futuros niños astronautas, quienes también deseaban, como Armstrong y Aldrin, pisar la luna. Pero el dinero recaudado no fue a parar a una "escuela de astronautas", sino a un grupito de niños soñadores que, como él, fabricaban algunos títeres y marionetas, y querían aprender el arte del teatro.
Lo primero que Aníbal les enseñó a los niños es que cada titiritero tiene su marioneta favorita a la que cuida como a un amigo. En tiempos pasados, había títeres famosos como el de Renart el Zorro, que era un zorro francés muy pícaro y que en castellano cambió su nombre por Don Juan el Zorro. Había también Arlequines y Colombinas enamoradas, Polichinela, el Diablo que siempre metía la cola, el Soldado, el Príncipe, la Bruja, el Hada Madrina que algunos preferían denominar el Hada Azul, y Pinocho. Pinocho era la alma mater de todos los títeres. El de Aníbal se llamaba Juancito, y era un muñeco de unos 40 centímetros de alto, con el cabello anaranjado, los ojos redondos y oscuros como 2 escarabajos, y las pestañas largas. Vestía una ancha camisa verde y un pantaloncito negro, con zapatos lustrosos. A Aníbal le gustaba mucho hacer la voz de Juancito, pausada, tranquila pero aguda cuando se ponía nervioso o tenía un berrinche. A su pequeño público le divertía mucho ver a Juancito en medio de una rabieta.
La lotería había sido un regalo del destino; había existido y había pasado y ahora toda la familia tendría que ponerse a trabajar en el teatro. Dalia seguía a su padre por todo el taller, arreglando los muñecos, los vestiditos de las princesas, trenzando cabellos y pintando con un marcador negro largas pestañas a cada uno. El Farolito de color, bajo la dirección de Aníbal Ruiz y familia, abrió sus Puertas al comienzo de unas vacaciones de invierno. Dalia, a los 9 años recién cumplidos, debutó manipulando la Colombina de carita de porcelana y vestido de tules. El teatrillo había hecho sonar a la familia y había dado su sustento; las vocaciones de Dalia y de Pedro nacieron bajo ese techo. Con el tiempo, los hermanos hicieron caminos diferentes: Pedro se dedicó a vender muñecas antiguas para coleccionistas en el Mercado de San Telmo, y Dalia se hizo a la mar como actriz. Si no hubieran tenido el teatrillo y las funciones los fines de semana, tal vez Dalia y Pedro nunca hubieran superado la muerte de Aura. En cambio, allí estuvieron entretenidos, cobijados, y además ganaban dinero para sus gastos.
Pero Aníbal Ruiz nunca superó la muerte de su esposa.
Ni con teatrillo ni sin teatrillo.
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SEGUNDA CHANCE
Random¿Puede la verdad triunfar sobre el ocultamiento y la mentira? ¿Cómo se reconstruye el amor después de una traición? ¿Es posible tener una nueva oportunidad de amar? Segunda chance es una novela sobre las relaciones que trascienden el paso del tiempo...