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bían acordado. Pero a mitad de camino, la rana repentinamen-
te nota un agudo dolor en el lomo... y ve, por el rabillo del ojo,
que el escorpión retira el aguijón de su pellejo. Un sopor mortal
empieza a agarrotar sus miembros.
—¡Idiota! —croa la rana—. ¡Ha dicho que tenía que ir a la
otra orilla a ocuparse de un asunto! ¡Ahora vamos a morir los
dos!
El escorpión hace un gesto desdeñoso y bailotea encima del
lomo de la rana que se ahoga.
—Señora rana —replica, con indiferencia—, usted misma
lo ha dicho. Soy un escorpión. Está en mi naturaleza picarle.
Y diciendo esto tanto el escorpión como la rana desapare-
cen bajo las aguas turbias y fangosas de las rápidas corrientes
del río.
Y no se ha vuelto a ver a ninguno de los dos.
Lo esencial
Durante su juicio en 1980, John Wayne Gacy declaró con
un suspiro que solo era culpable de «ocuparse de un cementerio
sin licencia».
Sí, era un buen cementerio. Entre 1972 y 1978, Gacy había
violado y asesinado al menos a treinta y tres chicos y hombres
jóvenes (de una edad promedio de unos dieciocho años), y lue-
go los había introducido en un hueco que había debajo de su
casa. Una de sus víctimas, Robert Donnelly, sobrevivió a las
atenciones de Gacy, pero fue torturado tan inmisericordemente
por su captor que, en varias ocasiones durante su suplicio, rogó
a Gacy que «terminara de una vez» y lo matara.
Gacy se quedó desconcertado. «Ya estoy en ello», respondió.
Yo tuve el cerebro de Wayne Gacy en mis manos. Tras su
ejecución en 1994 mediante una inyección letal, la doctora He-
len Morrison, testigo de la defensa en su juicio y una de las
mayores expertas mundiales en asesinos en serie, ayudó a reali-
zar su autopsia en un hospital de Chicago, y luego volvió a casa
con el cerebro metido en un bote de cristal, en el asiento del
pasajero de su Buick. Quería averiguar si había algo en aquel
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la sabiduría de los psicópatas Donde viven las historias. Descúbrelo ahora