PUENTE

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Las marcas en las muñecas aún brillaban rojo sangre.
Las llagas sin curar, de quemaduras de sol, amenazaban con abrir mi piel.
Mi tobillo fracturado, entablillado de manera burda, no me iba a llevar muy lejos.
Pero ya estaba ahí, con la lluvia lavando la mugre de meses que llevaba en mi cuerpo, enjuagando mis heridas. Los harapos, otrora ropa, apenas cubrían mis genitales y glúteos. Ya no me importaban el pudor o la vergüenza. Los había olvidado hacia tiempo. Al igual que la sensación del dolor.
Lo que me mantenía con vida, eran el hambre y la sed, los sentía abrirse paso entre mis entrañas. No recordaba cuál había sido mi última comida como tal, dudaba que los insectos y comida para perro enlatada contasen.
El puente parecía totalmente inestable. Al igual que mi salud mental. Tenía que cruzarlo pronto, no sabía cuánto tiempo iban a darme las drogas que me había inyectado para no sentir dolor y poder correr.
Detrás mío, podía sentirse el calor del incendio que minutos antes, había iniciado intencionalmente en esa casa horrenda. Con todos los sátrapas que habitaban en ella.
Escuché ladrar algunos perros, supe que me quedaban segundos.
Atravesé el puente tratando de correr, a pesar de no sentir dolor, podía escuchar el crujir de los huesos del tobillo y la rodilla, anunciando que a ellos tampoco les quedaba tiempo suficiente.
El puente precario tambaleaba de lado a lado, no pensaba en sujetarme de sus sogas, seguí corriendo, mirando únicamente el final.
Tropecé. Un dolor mínimo pero agudo se clavó en mi muslo, las drogas se estaban por acabar en mi sistema.
Me arrastré hasta la orilla, cuando sentí que el puente se sacudía como teniendo convulsiones.
Escuché a los perros, a los tipos gritando. Miré por encima de mi hombro y los vi, me señalaban con sus dedos rancios y sus ojos inyectados en sangre.
Me sujeté a las raíces del árbol junto a las estacas que sostenían el puente y me impulsé para salir de él.
Con la pequeña navaja, que saqué dentro de mi pelo enmarañado, empecé a cortar las sogas que sujetaban la construcción.
La primera ya estaba roida por el paso del tiempo y no presentó desafío.
Los tipos gruñian mi nombre, maldiciendo a diestra y siniestra. Me resultó gracioso oír mi nombre. Casi lo olvido.
Se quedaron paralizados a mitad del puente, con sus perros largando espuma por la boca. Sin saber si volverse o avanzar. Su peso sostenía aún la estructura que pendía de la soga bajo mi navaja.
Gritaban. Insultaban. Amenazaban.
Pero ya no tenía miedo. Era libre. El último mechón de soga cedió al filo, y una lluvia de hombres gritando y perros aullando, cayeron por el acantilado, directo al río embravecido, que rodeaba la casa, ahora convertida en una enorme columna de fuego.
No recordaba más nada.
Cuando abrí los ojos, estaba en una cama blanca, con máquinas alrededor.
Me había desmayado. Y un grupo de turistas que hacían senderismo, me encontró y me llevaron al hospital más cercano.
Habían pasado más de cinco años, desde que mi familia había reportado mi desaparición.
Apenas recordaba que tenía familia.

Foto de Kaique Rocha: https://www.pexels.com/es-es/foto/puente-colgante-negro-rodeado-de-arboles-del-bosque-verde-775201/

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