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—¿Señorita Abernathy?

La voz de una mujer, junto con un foco de luz dirigido directo a mi pupila, me traen de vuelta a la consciencia.

—¿Cuántos dedos tengo? —El rostro joven me observa con atención mientras muestra cuatro dedos frente a mi rostro.

—Lo más probable, veinte.

Su expresión se suaviza ante mi respuesta y baja la mano.

—¿Es diabética?

Asiento y me aclaro la voz antes de intentar hablar de nuevo. Estamos en una ambulancia. Tengo curiosidad de si mi horóscopo de ese día avisaba sobre tanto drama.

—Tipo uno —concreto, tratando de incorporarme.

—Le hemos inyectado Glucagon, ¿sabe lo que es?

Asiento de nuevo. Tengo diabetes desde los diecisiete años. Por eso no entiendo cómo se me ha ocurrido la brillante idea de saltarme el desayuno después de haberme inyectado la misma dosis de insulina de todas las mañanas.

—Ya me encuentro mejor. —La estridente sirena me está poniendo nerviosa, pero gracias a ella nos abrimos paso en el ajetreado tráfico de Londres y llegamos a nuestro destino en tiempo récord—. ¿Pueden llevarme a trabajar mañana o prestarme esa sirena?

La doctora sonríe y me pincha el dedo para comprobar mis niveles de glucosa en sangre. Lo curioso de la hipoglucemia es que pasas de estar a las puertas de la muerte a encontrarte perfectamente.

—¿Puedo irme ya? De verdad que estoy mejor —insisto cuando sus compañeros de la cabina me bajan en la camilla con una velocidad que me marea de nuevo. Me siento idiota con tanta atención puesta en mí.

—Tenemos que hacerle más pruebas —replica la paramédica.

Suelto un bufido, pensando en lo que va a costar la visita al hospital, pero entonces me doy cuenta de que no estamos en el público sino a las puertas del Hospital Portland, una de las clínicas más exclusivas de Londres.

—Debe haber un error —me quejo conforme empujan mi camilla hacia el interior. Estoy tentada de agarrarme a una farola para no poner un pie ahí dentro y tener que pedir un préstamo o vender un riñón—. No quiero ir a este hospital.

Para cuando he terminado de decirlo ya hemos cruzado las puertas, lo que debe sumar por sí solo cien libras.

Hago el amago de levantarme pero una voz masculina me detiene.

—¿Se encuentra mejor? —El señor Thompson nos escolta y me contempla con atención.

—Su pronóstico es bueno —le responde la paramédica.

—¿Qué hace aquí? —exclamo sorprendida, unos segundos más tarde.

—Acompañarla, por supuesto. No se me ha permitido subir en la ambulancia, he venido en mi propio coche.

Lo miro boquiabierta mientras me meten en un ascensor enorme.

—Por favor, no es necesario... debe estar muy ocupado —balbuceo— Por favor, márchese.

Lejos de hacerme caso, entra en el ascensor con nosotros y me siento ridícula recostada con la luz del fluorescente en mi cara mientras todos me observan desde arriba.

—De hecho, quiero marcharme yo también.

Ante mi declaración, el señor Thompson mira a la doctora con una expresión interrogativa.

—Es recomendable que se haga una analítica y que permanezca ingresada bajo observación —replica esta.

—¿Ingresada? —chillo horrorizada—. No, no, no...

Las Cláusulas del AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora