Las pequeñas cosas

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El cliente de la mesa doce es el preferido del copero Luis Alberto. Antioqueño de nacimiento, pero camarero bogotano por falta de mejores oportunidades, acabó por hacer suyo aquel oficio. Entre sus hobbies, se encuentra el de escudriñar a los seres humanos que han pululado por las mesas que ha servido. Por la forma en que lo llaman para ser atendidos, o el estropicio que dejan en las mesas cuando abandonan su sitio, Luis Alberto ha aprendido a distinguir a los reales caballeros, de aquellos "pobres diablos" que solo aparentan serlo: hombres de traje, corbata, y que hablan por celular dándose aires de importancia; pero quienes, cuando se trata de aligerar el peso de sus billeteras y dejar una buena propina, parecen adolescentes que solo cuentan con la exigua mesada que le dan sus padres.

Es por eso que a él le gusta el cliente de la mesa doce.

Lo ve entrar por la puerta, pero esta vez, no viene acompañado. Saluda a los empleados, como terrateniente que camina entre sus hectáreas cafeteras, seguro de sí mismo y de su poder. Detrás de la barra, Luis Alberto da brillo a las copas de cristal, y sonríe al notar la reacción de las mujeres. Son como fichas de dominó puestas en hilera, y que van cayendo una detrás de otra. Con o sin compañía masculina, todas ellas corren el cuello para otear, en mayor o menor disimulo, al hombre que acaba de ingresar.

La corpulencia de sus hombros, una altura privilegiada de metro ochenta, su traje oscuro sin siquiera una arruga, el Rolex en su mano izquierda, y ese mohín pícaro en un rostro casi infantil, que le recuerda a su nieto: diabólicamente travieso, pero irresistible para cualquiera.

Luis Alberto abandona la barra, y se acerca a su cliente, quien ya tomó asiento. Este tamborilea sus dedos sobre la mesa, al son de "Round Midnight", de Thelonious Monk. El antioqueño devenido bogotano, apenas conocía el género musical al llegar a la capital, pero luego de trabajar más de una década para el Chez Edy, el bar de jazz número uno de Bogotá, terminó por convertirse en casi un especialista.

—Doctor Mendoza, buenas noches y bienvenido —saluda. Cuando el empresario voltea para verlo, la sonrisa impecable en su rostro le dice que, esa noche, el heredero del emporio Ecomoda, está de un humor impecable.

—¡Luis! —saluda, y poniéndose de pie, le estrecha la mano y palmotea amistosamente su hombro. Ese desparpajo tan cercano, informal y descontracturado, harían a cualquiera olvidar que se encuentra frente a uno de los individuos más importantes de la economía colombiana. Pero Luis Alberto es un profesional en su oficio, y no cruza los límites de la confianza.

—Es bueno tenerlo de regreso, doctor —responde, y su cliente vuelve a tomar asiento. Se desabrocha el botón de su saco, y suspira audiblemente. Sus modos y gestos son tan elegantes, que parecen calculados.

—No tuve un minuto para mí desde que asumí la presidencia —Se queja, meneando la cabeza y volteando los ojos.

—¿Está esperando a alguien, prefiere ir viendo la carta?

—Nah —niega con la cabeza, y sonríe, feliz y satisfecho. Ahí está otra vez, la sonrisa de hoyuelos traviesos, que Luis Alberto sabe que vuelve locas a las mujeres—. Hoy tengo libertad condicional. Marcela está en Estados Unidos.

Luis Alberto no hace ningún comentario acerca de eso. Un camarero profesional sabe que debe escuchar a sus clientes, pero no emitir opinión, a no ser que esta sea expresamente solicitada. Sin embargo, su esposa es una adicta a las revistas sociales y los programas de chimentos, y por boca de ella, supo que el Doctor Mendoza se había comprometido públicamente con Marcela Valencia. Una mujer bellísima, de su misma alcurnia, de igual educación, estrato social, y pedigree.

No, si es que estos solo se juntan para seguir reproduciendo niños tan bonitos y ricos como ellos, ¡mire pues! —había dicho su esposa, escrudiñando el artículo de la revista.

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