Revista Moderna

1 0 0
                                    

Narciso acertó: quedé intrigado con el contenido de la revista. Incluía textos y poemas que seguramente jamás hubiesen estado a mi alcance de no ser por esa publicación. Tenía, además, unas peculiares ilustraciones que pocas veces había visto en los trabajos de la Academia. Una en particular me pareció impactante: era un Cristo, a punto de caer de la cruz, pues de su cuello colgaba una mujer desnuda cuya mitad inferior era el cuerpo de un alacrán. Detrás de ellos, un hombre anciano se desvanecía como una nube de humo, cayendo de su cabeza una corona de estrellas. No supe si aquel anciano debía ser una representación de Dios. De cualquier manera, escondí la revista de mis padres: en el momento que decidieran hojearla, no hubiesen dudado en que la mejor decisión para la familia era recluirme en una Orden. Quizás así, su hijo ya descarrilado se enderezaría de una vez por todas.

Me tomó solo una tarde devorar el contenido de la revista, así que tan pronto como me fue posible, lo primero que hice al desocuparme de mis actividades obligatorias en la Escuela fue buscar a Narciso. Lo encontré en uno de los pasillos al aire libre, con las manos en la cintura y el cabello rizado cubierto de motas blancas. Miraba a todos los estudiantes de escultura, enfocados en sus respectivas obras. Me sentí como la primera vez que lo vi, en aquella sala de dibujo, posando tal como Dios lo había traído al mundo. Esta vez, mi incomodidad era causada por la familiaridad con la que todos se referían a él. Ninguno, ni una sola vez, lo llamó como Narciso. Siempre fue David. Intentando mezclarme con el resto, me acerqué lo suficiente y lo llamé.

–¡David!

Abrió tanto los ojos que pude ver claramente su esclerótica. Era la primera vez que yo le llamaba así y, por alguna extraña razón, el apodo me supo ajeno. Incorrecto. Prefería llamarle por su nombre que por David. Por su expresión, asumí que él también, y me arrepentí de haber abierto la boca en primer lugar. Narciso solo bajó las cejas una vez que se aseguró de que se trataba de mí.

–¿Qué hace el arquitecto en una clase de escultura?

–Lo mismo podría decir de ti, estudiante de pintura. Hoy estás vestido.

Soltó una carcajada solitaria que apenas y se alzó entre el alboroto a nuestro alrededor. Echó un vistazo al bolso que cargaba al hombro y sonrió. Probablemente vio la Revista Moderna entre mis cuadernos y planos.

–Espérame en la biblioteca. Iré una vez que acabe con mis asuntos aquí.

Así lo hice, sin discutirle nada. Fui a la biblioteca a esperar su llegada entre las abundantes pinturas religiosas que colgaban por encima de los libreros, sentado en una de las muchas sillas vacías quizás por la hora, observando con atención el par de figuras de águilas que parecían resguardar los libros y el conocimiento en su interior. La luz del sol que provenía de los ventanales me calentó la espalda hasta producirme un dulce sopor que sólo me abandonó una vez que Narciso tomó su lugar.

–Muy bien, arquitecto.

–Carlos –le corregí suavemente.

–¿Arquitecto Carlos? Me han dicho que tienes talento, pero lo consideraría un poco pretencioso debido a tu falta de experiencia.

–No –insistí, cortando su oración antes de que la terminara– solo Carlos. No soy arquitecto. Ni siquiera me gusta la arquitectura.

–Muy interesante –dijo, y sospeché de algún tono burlesco de su parte, pero nunca llegó–. ¿Por qué estudiar arquitectura, entonces?

–Por mi padre. No puedo hablar con él si no es de lo mucho que le enorgullece tener a un futuro hijo arquitecto.

–¿Es así? Bueno, suena como problema monumental. Pero al menos te habla.

–¿No hablas con tus padres?

–No desde hace unos años. En fin, Carlos, si va a ser así –continuó, sin darme oportunidad de interrogarlo al respecto–, para ti soy Narciso. Te pediré, de la manera más amable y atenta que puedo, que no me llames David.

–Pero todos te llaman David.

–Lo sé y lo aborrezco. Me recuerda al pasado. Me sabe antiguo. Anticuado. Me hace sentir atrapado en este lugar.

Se sentó a mi lado, y nuevamente con esa voz seria que me presentaba otro rostro de aquel hombre que no terminaba de descifrar, continuó.

–Yo sé que eres diferente a ellos, lo sé porque te di esa revista y sé que volviste por una más. Así que no me llames David, por favor.

Asentí, atónito por la nueva información que me empapó como una lluvia fría. No volvimos a hablar del tema pues se construyó una complicidad entre ambos. No volvió a llamarme "arquitecto" y yo no volví a llamarlo "David". Me guió, en cambio, por todo lo que la Revista Moderna podía ofrecerme. Le reiteré mi interés por los textos y la poesía pero, sobre todo, por el dibujo del Cristo a medio caer, con la mujer-escorpión colgando de él.

–Sabía que te gustaría el trabajo de Ruelas. ¿A quién no le encanta ese hombre?

–¿Ruelas?

–Julio Ruelas. Es el nombre del artista responsable de esa ilustración. Luego de volver de Europa se dio cuenta del terrible atraso que sufre la Escuela, así que expresa su verdadero ser en esta revista.

–¿Lo conoces?

–Un poco, sí. Lo conocí en esta misma Academia, antes de que se fuera pensionado a Alemania. Tendría yo tu edad por aquel entonces, si los cálculos no me traicionan.

–Pareces admirarlo.

–Es un gran artista –suspiró–. Uno que pocos seremos.

Fue inusual escucharlo hablar tan bien de alguien más. Todavía dudaba de si realmente no era como Narciso, así que, el hecho de que reconociera abiertamente el trabajo de alguien más me provocó muchas interrogantes. Sólo le hice saber una, a la que en realidad ya tenía respuesta.

–¿Te ha usado como modelo? ¿Para esta ilustración, por ejemplo?

–No, nunca. Ruelas odia mi apariencia. Soy tan "perfecto como una escultura griega", dice. "Tan recto y pulcro" como el clasicismo mismo. Soso. Y no puedo darle más que la razón.

La musa de San CarlosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora