Capítulo I

940 71 21
                                    

Necesidad. Hecho o circunstancia en que alguien o algo es necesario.

Aegon escucha los gritos poco después de meterse en la cama, no hacen una diferencia notable sobre sus ya difíciles noches. Lleva años sin dormir de forma adecuada. Las pesadillas reptan su descanso y el descanso nunca llega por temor a sus pesadillas. Demasiado para alguien que acaba de cumplir doce días del nombre.

Es verano, así que ha mantenido abiertas las ventanas de su recámara para que la brisa del Aguasnegras y el mar en el que desemboca le lleven algo de frescor. Afuera está oscuro, solo logra divisar las estrellas y el infinito mar. Más allá, entre las sombras, está Rocadragón.

Jaehaera vuelve a gritar en la habitación del lado. Aegon se levanta y se pone una bata, no va a llamar a ninguno de los sirvientes. En menos de diez pasos, está abriendo la puerta que le conduce a la habitación de su esposa.

En la enorme cama, rodeada por un dosel de terciopelo borgoña, la joven reina se mueve apresurada en su pesadilla. Sus puños blancos toman las esquinas de sus sabanas para arrugarlas, su boca se abre en un grito que no termina. Aegon sabe lo que ve, ella está otra vez reviviendo la noche en que el complot al interior del palacio, quiso acabar con su vida; damas y nobles que habían jurado protegerla a ella, protegerlo a él. Aegon también ha tenido los sueños de dagas en la noche, con el sudor frío recorriendo su espalda.

El Rey se siente agotado, cada día de cercanía con su reina le escarba más en los sentimientos, pero no puede odiarla. La habían intentado matar en su propia habitación, bajo el cobijo de la noche. La Danza ha sido terrible, no necesitan más motivos para estar aterrorizados.

Con cuidado, Aegon camina hasta el lecho y toca con suavidad el hombro blanco, perlado, que se ha escurrido fuera del camisón de dormir. La niña vuelve a temblar.

—Jae —susurra, mientras la mueve—. Soy yo, Aegon.

Los ojos purpura que se abren ante él están llenos del más puro terror. De la fina y pequeña garganta emerge otro grito. Aegon ha escuchado de los escuderos mayores que los gritos de una mujer en la alcoba son lo mejor que puede recibir un hombre, pero no cree que sea algo remotamente parecido a esto. No considera posible mirar a la cara de esta muchachita y obligarla a algo que lo va a hacer sentir culpable hasta el último de sus días.

Los susurros de su Consejo lo persiguen.

—Soy Aegon, tu primo. No pasa nada, estás a salvo —recita, al tiempo que pasa sus dedos por el sedoso cabello de la niña. Ella hipa, sin reconocerlo o echarlo.

No piensa que eso pueda ser un gran consuelo, dos años atrás no eran más que enemigos, bandos opuestos de una guerra, aunque llevasen el mismo apellido. ¿Antes de eso se habían encontrado alguna vez? Aegon recuerda vagamente a Jaehaerys y a la madre de ambos, Helaena. Su esposa, le han dicho, se parece mucho a su madre, con la misma mirada suave y el tratamiento alegre para quienes son sus favoritos. También es conocida por su actitud retraída, sus palabras vagas, y los seis dedos en su mano derecha —un símbolo de los dioses, han dicho los maestres—.

Pasa un minuto allí, de pie, acariciando la pequeña cabeza con una ternura que él mismo no recuerda haber recibido nunca. Su madre, obligada a la guerra y a defender su corona, había sido fría y fiera para cuando él pudo retener memorias.

La habitación está caliente, encerrada, y las ventanas reflejan una luna agresiva. Aquí el mundo parece detenido, contenido para su admiración.

Es la Sala del parto, construida por el rey Jaehaerys para su esposa. Está al lado de las cámaras reales, por lo que el señor puede entrar y salir del cuarto mientras la parturienta pasa por lo peor de la sesión. A pesar de su nombre y del uso que le dio el viejo rey, Aegon sabe que sus antepasados solo albergaron amantes en él —esas amantes, esas otras esposas, son parte del problema que los mantiene atados—.

•◦❈◦• Necesidad •◦❈◦•Donde viven las historias. Descúbrelo ahora