Capítulo IV

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Necesito de ti, de tu clemencia,
de la furia de luz de tu mirada;
esa roja y tremenda llamarada
que me impones, amor, de penitencia.

―Rafael de León

Jaehaera puede decir que ha encontrado su propósito en la vida. Los dragones ya no son solo recuerdos que atraviesan sus sueños, o ligeras insinuaciones de magia en las canciones y los libros. Están de vuelta en su esplendor, volando sobre Desembarco, llenando la corte de especulaciones. Y ella es la reina, la reina dragón, que obsequia a todos sus familiares con huevos de los que emergen criaturas maravillosas.

Después de que Aemon logró eclosionar su huevo de dragón, dos meses después de haberlo recibido, Jaehaera tomó nota de que este era uno de los huevos depositados por la dragona de Rhaena y qué, puesto al fuego de ésta, había nacido sano y fuerte. Un nuevo dragón, serían cuatro los que se pasearían por los fosos construidos para ellos en la colina de Rhaenys.

Como reina, Jaehaera envío un edicto a pozodragón y a sus nuevos caballeros: poner en el fuego de la madre los huevos de la nidada completa. Medio año después, había cuatro dragones más. Ocho dragones, suficientes para mantener a la casa Targaryen fuerte, en palabras de Viserys. Jaehaera había celebrado el nacimiento del último, enviando una carta a Baela, casada con Alyn Velaryon, y exhortando a llevar a su hija al pozo para reclamarlo.

"Eres mi hermana por matrimonio, mi prima por sangre. Los Velaryon y los Targaryen siempre han estado cerca. Sé que no me amas, pero ambas amamos al Rey" había escrito, al calor de una fogata en medio del invierno. Su cuñada había respondido alegando que, en cuanto su primogénita pudiese pararse en sus propios pies, iría por un dragón.

Larra Rogare, encinta de nuevo, le ha advertido que debe ser cuidadosa de a quién le entregará sus monturas. La mujer se ha agriado, no quiere estar en la corte, no desea a su marido y empieza a repudiar a sus hijos; Jaehaera piensa en su abuela cuando la ve. Sabe que no es el lugar de la reina cuestionar a las mujeres de su alrededor, mucho menos a las que favorecen el lugar de su marido; sin embargo, no cree soportar tal amargura para su vida.

Aegon, por su parte, se ha perturbado ante cada una de las menciones de una nueva criatura rompiendo el cascarón. Jaehaera no puede culparlo, ella aún sueña en las noches con la imagen del cuerpo de su madre en las picas, no alcanza a dimensionar lo que fue ver a Rhaenyra tragada por un dragón. Nunca hablan de sus madres, ni sus muertes, ni sus miedos.

Las noches en compañía son una colección de charlas sobre economía, literatura y chismes. Gaemon está presente la mitad de las veces, amenizando las cosas con las más picantes habladurías de la corte. El medio hermanos de Jaehaera logra hacer que ella y el rey se rían alto y olviden, aunque por breves momentos, su papel en el gran esquema de las cosas. Evita que Aegon le riña por sus preocupaciones por los dragones, la magia y los malentendidos que empiezan a fraguarse entre las damas y nobles del reino. Tal vez, si alguno de los dragones crece lo suficiente, un día vuelva a volar alto y Aegon quiera acompañarla.

―Mi señora ―su esposo la encuentra en medio de la biblioteca real. No lleva corona, ni tiene la pesada capa negra que lo acompaña a todos lados estos días; por la negrura en las ventanas, Jaehaera presume que ha pasado la media noche.

―Mi señor ―lo saluda con una reverencia, sosteniendo los dos grandes tomos que ha seleccionado sobre la historia de la antigua valyria. Su candelabro se tambalea con el movimiento.

En el último año, Aegon se ha hecho mucho más alto y guapo. Jaehaera a penas si alcanza su pecho. Su cabello platinado y corto contrasta bien con el violeta profundo de sus ojos y los ángulos marcados de su rostro, haciendo que las sombras sobre sus pómulos lo hagan más imponente. Es un buen rey y un excelente marido.

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