El día que te escuché.

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Las cosas no parecían cambiar el aburrido día del jóven Ghraok, sentado se encontraba en su trono rodeado de su gente.

Poca gente era realmente especial para Ghraok, pero los que si lo eran se destacaban.

Sus dos fieles guardias, aquellos que desde el inicio acompañaron al lobo; Dusan y Tarik. Dos hombres altos y fornidos.

El primero siendo la voz de la razón entre los locos que portaban armas en el palacio, un hombre de piel clara que parecía no ceder ante los crueles rayos del sol.

El segundo era otra historia, un hablador y a veces molesto sujeto de piel oscura que en realidad era el más inteligente de los dos, pero que usaba las palabras para ser el mayor dolor en el trasero posible. Irónicamente, a Ghraok le agradaba más él.

Y su divertida y carismática cocinera, quien se encargaba de deleitar a Ghraok con los mejores platillos; Alba. Una jóven chica de baja estatura, en sus veinte, rizos pelirrojos y orbes verdes, la chica más coqueteada en el palacio, pero que para la mala suerte de todos, era lesbiana.

Ghraok no era alguien capaz de presumir numerosos amigos, pues a pesar de su extrovertida personalidad, era de comportamiento muy peculiar.

¡Y cómo no! Jamás aprendió a socializar correctamente, sólo pensaba en comer, reír y bailar. A decir verdad, Ghraok no era el sujeto más calificado para defender a su gente cuando hablamos de política, pero si nos vamos a un lado más bélico, él es el indicado.

"¡Idiotas! Mi cabello no es para tocar!" —

Una juvenil voz lo sacó de sus pensamientos.

Los altos guardias dejaron que las puertas se abrieran, portando sus lanzas, sus cascos de chacal, se veían firmes e imponentes sin necesidad de decir una sola palabra.

Una jóven roñosa con las ropas rotas y sucias entró al palacio, con notoria timidez y nerviosismo, escoltada por un tercer guardia, que  aún tenía un nombre difícil de recordar para Ghraok.

A los ojos de la niña, la sala estaba oscura, sólo se podían ver a dos mujeres sentadas (Ninguna era Alba) a los pies de un alto y fornido hombre moreno, que expectante la observó, su rostro era casi imposible de ver, sólo sus dorados ojos se lograban a distinguir.

— Habla, pequeña.— Ordenó el del trono, su voz era profunda, pero claramente de alguien no muy mayor.

La jóven se paralizó unos segundos, se arrodilló rápidamente como una muestra de sumisión ante él.

— Comida. . . Por favor, mi grupo se perdió en las arenas, simplemente oímos un estruendo, se hicieron huecos en la tierra, y desaparecieron. . . Llevo vagando días, no he conseguido nada, necesito ayuda, por favor.— Imploró la adolescente, con una voz consternada, traumatizada, atemorizada, cualquiera que la viese pensaría que sufrió mucho.

Asi fué cómo el moreno se levantó, mostrando su altura y su cuerpo a la perfección, bajó un escalón, bajó otro, y su rostro quedó a la luz solar que entraba por aquellas puertas recién abiertas. . .

Tenía una expresión de empatía y compasión, se había conmovido por la historia.

— ¡Qué terrible! He pasado por lo que tú, se lo que es el dolor de caminar sin fuerzas, de no encontrar nada y sólo oír el rugido de mi propio estómago.

Estás en el lugar indicado, pequeña, los "Dihán" compartimos lo nuestro. Me impresiona que no te hayan atrapado los bandidos, eres alguien muy fuerte. Por favor, alza la mirada, te entenderé mejor si me miras a los ojos, nadie está por debajo de mí, en mi palacio todos somos personas.—

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