escolares hasta el año pasado. Verlas me resultaba muy embarazoso. Tenía que convencer a
Charlie de que las pusiera en otro sitio, al menos mientras yo viviera aquí.
Era imposible permanecer en aquella casa y no darse cuenta de que Charlie no se había
repuesto de la marcha de mi madre. Eso me hizo sentir incómoda.
No quería llegar demasiado pronto al instituto, pero no podía permanecer en la casa más
tiempo, por lo que me puse el anorak, tan grueso que recordaba a uno de esos trajes
empleados en caso de peligro biológico, y me encaminé hacia la llovizna.
Aún chispeaba, pero no lo bastante para que me calara mientras buscaba la llave de la
casa, que siempre estaba escondida debajo del alero que había junto a la puerta, y cerrara. El
ruido de mis botas de agua nuevas resultaba enervante. Añoraba el crujido habitual de la grava
al andar. No pude detenerme a admirar de nuevo el vehículo, como deseaba, y me apresuré a
escapar de la húmeda neblina que se arremolinaba sobre mi cabeza y se agarraba al pelo por
debajo de la capucha.
Dentro del monovolumen estaba cómoda y a cubierto. Era obvio que Charlie o Billy
debían de haberlo limpiado, pero la tapicería marrón de los asientos aún olía tenuemente a
tabaco, gasolina y menta. El coche arrancó a la primera, con gran alivio por mi parte, aunque
en medio de un gran estruendo, y luego hizo mucho ruido mientras avanzaba al ralentí.
Bueno, un monovolumen tan antiguo debía de tener algún defecto. La anticuada radio
funcionaba, un añadido que no me esperaba.
Fue fácil localizar el instituto pese a no haber estado antes. El edificio se hallaba, como
casi todo lo demás en el pueblo, junto a la carretera. No resultaba obvio que fuera una escuela,
sólo me detuve gracias al cartel que indicaba que se trataba del instituto de Forks. Se parecía a
un conjunto de esas casas de intercambio en época de vacaciones construidas con ladrillos de
color granate. Había tantos árboles y arbustos que a primera vista no podía verlo en su
totalidad. ¿Dónde estaba el ambiente de un instituto?, me pregunté con nostalgia. ¿Dónde
estaban las alambradas y los detectores de metales?
Aparqué frente al primer edificio, encima de cuya entrada había un cartelito que rezaba
«Oficina principal». No vi otros coches aparcados allí, por lo que estuve segura de que estaba
en zona prohibida, pero decidí que iba a pedir indicaciones en lugar de dar vueltas bajo la
lluvia como una tonta. De mala gana salí de la cabina calentita del monovolumen y recorrí un
sendero de piedra flanqueado por setos oscuros. Respiré hondo antes de abrir la puerta.
En el interior había más luz y se estaba más caliente de lo que esperaba. La oficina era
pequeña: una salita de espera con sillas plegables acolchadas, una basta alfombra con motas
anaranjadas, noticias y premios pegados sin orden ni concierto en las paredes y un gran reloj
que hacía tictac de forma ostensible. Las plantas crecían por doquier en sus macetas de
plástico, por si no hubiera suficiente vegetación fuera.
Un mostrador alargado dividía la habitación en dos, con cestas metálicas llenas de
papeles sobre la encimera y anuncios de colores chillones pegados en el frontal. Detrás del
mostrador había tres escritorios. Una pelirroja regordeta con gafas se sentaba en uno de ellos.
Llevaba una camiseta de color púrpura que, de inmediato, me hizo sentir que yo iba
demasiado elegante.
La mujer pelirroja alzó la vista.
— ¿Te puedo ayudar en algo?
—Soy Isabella Swan —le informé, y de inmediato advertí en su mirada un atisbo de
reconocimiento. Me esperaban. Sin duda, había sido el centro de los cotilleos. La hija de la
caprichosa ex mujer del jefe de policía al fin regresaba a casa.
—Por supuesto —dijo.
Rebuscó entre los documentos precariamente apilados hasta encontrar los que buscaba.
—Precisamente aquí tengo el horario de tus clases y un plano de la escuela.Trajo varias cuartillas al mostrador para enseñármelas. Repasó todas mis clases y marcó
el camino más idóneo para cada una en el plano; luego, me entregó el comprobante de
asistencia para que lo firmara cada profesor y se lo devolviera al finalizar las clases. Me
dedicó una sonrisa y, al igual que Charlie, me dijo que esperaba que me gustara Forks. Le
devolví la sonrisa más convincente posible.
Los demás estudiantes comenzaban a llegar cuando regresé al monovolumen. Los seguí,
me uní a la cola de coches y conduje hasta el otro lado de la escuela. Supuso un alivio
comprobar que casi todos los vehículos tenían aún más años que el mío, ninguno era
ostentoso. En Phoenix, vivía en uno de los pocos barrios pobres del distrito Paradise Valley.
Era habitual ver un Mercedes nuevo o un Porsche en el aparcamiento de los estudiantes. El
mejor coche de los que allí había era un flamante Volvo, y destacaba. Aun así, apagué el
motor en cuanto aparqué en una plaza libre para que el estruendo no atrajera la atención de los
demás sobre mí.
Examiné el plano en el monovolumen, intentando memorizarlo con la esperanza de no
tener que andar consultándolo todo el día. Lo guardé en la mochila, me la eché al hombro y
respiré hondo. Puedo hacerlo, me mentí sin mucha convicción. Nadie me va a morder. Al
final, suspiré y salí del coche.
Mantuve la cara escondida bajo la capucha y anduve hasta la acera abarrotada de
jóvenes. Observé con alivio que mi sencilla chaqueta negra no llamaba la atención.
Una vez pasada la cafetería, el edificio número tres resultaba fácil de localizar, ya que
había un gran «3» pintado en negro sobre un fondo blanco con forma de cuadrado en la
esquina del lado este. Noté que mi respiración se acercaba a hiperventilación al aproximarme
a la puerta. Para paliarla, contuve el aliento y entré detrás de dos personas que llevaban
impermeables de estilo unisex.
El aula era pequeña. Los alumnos que tenía delante se detenían en la entrada para colgar
sus abrigos en unas perchas; había varias. Los imité. Se trataba de dos chicas, una rubia de tez
clara como la porcelana y otra, también pálida, de pelo castaño claro. Al menos, mi piel no
sería nada excepcional aquí.
Entregué el comprobante al profesor, un hombre alto y calvo al que la placa que
descansaba sobre su escritorio lo identificaba como Sr. Masón. Se quedó mirándome
embobado al ver mi nombre, pero no me dedicó ninguna palabra de aliento, y yo, por
supuesto, me puse colorada como un tomate. Pero al menos me envió a un pupitre vacío al
fondo de la clase sin presentarme al resto de los compañeros. A éstos les resultaba difícil
mirarme al estar sentada en la última fila, pero se las arreglaron para conseguirlo. Mantuve la
vista clavada en la lista de lecturas que me había entregado el profesor. Era bastante básica:
Bronté, Shakespeare, Chaucer, Faulkner. Los había leído a todos, lo cual era cómodo... y
aburrido. Me pregunté si mi madre me enviaría la carpeta con los antiguos trabajos de clase o
si creería que la estaba engañando. Recreé nuestra discusión mientras el profesor continuaba
con su perorata.
Cuando sonó el zumbido casi nasal del timbre, un chico flacucho, con acné y pelo
grasiento, se ladeó desde un pupitre al otro lado del pasillo para hablar conmigo.
—Tú eres Isabella Swan, ¿verdad?
Parecía demasiado amable, el típico miembro de un club de ajedrez.
—Bella —le corregí. En un radio de tres sillas, todos se volvieron para mirarme.
— ¿Dónde tienes la siguiente clase? —preguntó. Tuve que comprobarlo con el
programa que tenía en la mochila.
—Eh... Historia, con Jefferson, en el edificio seis.
Mirase donde mirase, había ojos curiosos por doquier.
—Voy al edificio cuatro, podría mostrarte el camino —demasiado amable, sin duda—.
Me llamo Eric —añadió.
Sonreí con timidez.
—Gracias.
Recogimos nuestros abrigos y nos adentramos en la lluvia, que caía con más fuerza.
Hubiera jurado que varias personas nos seguían lo bastante cerca para escuchar a hurtadillas.
Esperaba no estar volviéndome paranoica.
—Bueno, es muy distinto de Phoenix, ¿eh? —preguntó.
—Mucho.
—Allí no llueve a menudo, ¿verdad?
—Tres o cuatro veces al año.
—Vaya, no me lo puedo ni imaginar.
—Hace mucho sol —le expliqué.
—No se te ve muy bronceada.
—Es la sangre albina de mi madre.
Me miró con aprensión. Suspiré. No parecía que las nubes y el sentido del humor
encajaran demasiado bien. Después de estar varios meses aquí, habría olvidado cómo emplear
el sarcasmo.
Pasamos junto a la cafetería de camino hacia los edificios de la zona sur, cerca del
gimnasio. Eric me acompañó hasta la puerta, aunque la podía identificar perfectamente.
—En fin, suerte —dijo cuando rocé el picaporte—. Tal vez coincidamos en alguna otra
clase.
Parecía esperanzado. Le dediqué una sonrisa que no comprometía a nada y entré.
El resto de la mañana transcurrió de forma similar. Mi profesor de Trigonometría, el
señor Varner, a quien habría odiado de todos modos por la asignatura que enseñaba, fue el
único que me obligó a permanecer delante de toda la clase para presentarme a mis
compañeros. Balbuceé, me sonrojé y tropecé con mis propias botas al volver a mi pupitre.
Después de dos clases, empecé a reconocer varias caras en cada asignatura. Siempre
había alguien con más coraje que los demás que se presentaba y me preguntaba si me gustaba
Forks. Procuré actuar con diplomacia, pero por lo general mentí mucho. Al menos, no
necesité el plano.
Una chica se sentó a mi lado tanto en clase de Trigonometría como de español, y me
acompañó a la cafetería para almorzar. Era muy pequeña, varios centímetros por debajo de mi
uno sesenta, pero casi alcanzaba mi estatura gracias a su oscura melena de rizos alborotados.
No me acordaba de su nombre, por lo que me limité a sonreír mientras parloteaba sobre los
profesores y las clases. Tampoco intenté comprenderlo todo.
Nos sentamos al final de una larga mesa con varias de sus amigas a quienes me
presentó. Se me olvidaron los nombres de todas en cuanto los pronunció. Parecían orgullosas
por tener el coraje de hablar conmigo. El chico de la clase de Lengua y Literatura, Eric, me
saludó desde el otro lado de la sala.
Y allí estaba, sentada en el comedor, intentando entablar conversación con siete
desconocidas llenas de curiosidad, cuando los vi por primera vez.
Se sentaban en un rincón de la cafetería, en la otra punta de donde yo me encontraba.
Eran cinco. No conversaban ni comían pese a que todos tenían delante una bandeja de
comida. No me miraban de forma estúpida como casi todos los demás, por lo que no había
peligro: podía estudiarlos sin temor a encontrarme con un par de ojos excesivamente
interesados. Pero no fue eso lo que atrajo mi atención.
No se parecían lo más mínimo a ningún otro estudiante. De los tres chicos, uno era
fuerte, tan musculoso que parecía un verdadero levantador de pesas, y de pelo oscuro y
rizado. Otro, más alto y delgado, era igualmente musculoso y tenía el cabello del color de la
miel. El último era desgarbado, menos corpulento, y llevaba despeinado el pelo castaño
dorado. Tenía un aspecto más juvenil que los otros dos, que podrían estar en la universidad o
incluso ser profesores aquí en vez de estudiantes.
Las chicas eran dos polos opuestos. La más alta era escultural. Tenía una figura
preciosa, del tipo que se ve en la portada del número dedicado a trajes de baño de la revista
Sports Illustrated, y con el que todas las chicas pierden buena parte de su autoestima sólo por
estar cerca. Su pelo rubio caía en cascada hasta la mitad de la espalda. La chica baja tenía
aspecto de duendecillo de facciones finas, un fideo. Su pelo corto era rebelde, con cada punta
señalando en una dirección, y de un negro intenso.
Aun así, todos se parecían muchísimo. Eran blancos como la cal, los estudiantes más
pálidos de cuantos vivían en aquel pueblo sin sol. Más pálidos que yo, que soy albina. Todos
tenían ojos muy oscuros, a pesar de la diferente gama de colores de los cabellos, y ojeras
malvas, similares al morado de los hematomas. Era como si todos padecieran de insomnio o
se estuvieran recuperando de una rotura de nariz, aunque sus narices, al igual que el resto de
sus facciones, eran rectas, perfectas, simétricas.
Pero nada de eso era el motivo por el que no conseguía apartar la mirada.
Continué mirándolos porque sus rostros, tan diferentes y tan similares al mismo tiempo,
eran de una belleza inhumana y devastadora. Eran rostros como nunca esperas ver, excepto tal
vez en las páginas retocadas de una revista de moda. O pintadas por un artista antiguo, como
el semblante de un ángel. Resultaba difícil decidir quién era más bello, tal vez la chica rubia
perfecta o el joven de pelo castaño dorado.
Los cinco desviaban la mirada los unos de los otros, también del resto de los estudiantes
y de cualquier cosa hasta donde pude colegir. La chica más pequeña se levantó con la bandeja
—el refresco sin abrir, la manzana sin morder— y se alejó con un trote grácil, veloz, propio
de un corcel desbocado. Asombrada por sus pasos de ágil bailarina, la contemplé vaciar su
bandeja y deslizarse por la puerta trasera a una velocidad superior a lo que habría considerado
posible. Miré rápidamente a los otros, que permanecían sentados, inmóviles.
— ¿Quiénes son ésos?—pregunté a la chica de la clase de Español, cuyo nombre se me
había olvidado.
Y de repente, mientras ella alzaba los ojos para ver a quiénes me refería, aunque
probablemente ya lo supiera por la entonación de mi voz, el más delgado y de aspecto más
juvenil, la miró. Durante una fracción de segundo se fijó en mi vecina, y después sus ojos
oscuros se posaron sobre los míos.
Él desvió la mirada rápidamente, aún más deprisa que yo, ruborizada de vergüenza. Su
rostro no denotaba interés alguno en esa mirada furtiva, era como si mi compañera hubiera
pronunciado su nombre y él, pese a haber decidido no reaccionar previamente, hubiera
levantado los ojos en una involuntaria respuesta.
Avergonzada, la chica que estaba a mi lado se rió tontamente y fijó la vista en la mesa,
igual que yo.
—Son Edward y Emmett Cullen, y Rosalie y Jasper Hale. La que se acaba de marchar
se llama Alice Cullen; todos viven con el doctor Cullen y su esposa —me respondió con un
hilo de voz.
Miré de soslayo al chico guapo, que ahora contemplaba su bandeja mientras
desmigajaba una rosquilla con sus largos y níveos dedos. Movía la boca muy deprisa, sin abrir
apenas sus labios perfectos. Los otros tres continuaron con la mirada perdida, y, aun así, creí
que hablaba en voz baja con ellos.
¡Qué nombres tan raros y anticuados!, pensé. Era la clase de nombres que tenían
nuestros abuelos, pero tal vez estuvieran de moda aquí, quizá fueran los nombres propios de
un pueblo pequeño. Entonces recordé que mi vecina se llamaba Jessica, un nombre
perfectamente normal. Había dos chicas con ese nombre en mi clase de Historia en Phoenix.
—Son... guapos.
Me costó encontrar un término mesurado.
— ¡Ya te digo! —Jessica asintió mientras soltaba otra risita tonta—. Pero están juntos.
Me refiero a Emmett y Rosalie, y a Jasper y Alice, y viven juntos.
Su voz resonó con toda la conmoción y reprobación de un pueblo pequeño, pero, para
ser sincera, he de confesar que aquello daría pie a grandes cotilleos incluso en Phoenix.
— ¿Quiénes son los Cullen? —pregunté—. No parecen parientes...
—Claro que no. El doctor Cullen es muy joven, tendrá entre veinte y muchos y treinta y
pocos. Todos son adoptados. Los Hale, los rubios, son hermanos gemelos, y los Cullen son su
familia de acogida.
—Parecen un poco mayores para estar con una familia de acogida.
—Ahora sí, Jasper y Rosalie tienen dieciocho años, pero han vivido con la señora
Cullen desde los ocho. Es su tía o algo parecido.
—Es muy generoso por parte de los Cullen cuidar de todos esos niños siendo tan
jóvenes.
—Supongo que sí —admitió Jessica muy a su pesar. Me dio la impresión de que, por
algún motivo, el médico y su mujer no le caían bien. Por las miradas que lanzaba en dirección
a sus hijos adoptivos, supuse que eran celos; luego, como si con eso disminuyera la bondad
del matrimonio, agregó—: Aunque tengo entendido que la señora Cullen no puede tener hijos.
Mientras manteníamos esta conversación, dirigía miradas furtivas una y otra vez hacia
donde se sentaba aquella extraña familia. Continuaban mirando las paredes y no habían
probado bocado.
— ¿Siempre han vivido en Forks? —pregunté. De ser así, seguro que los habría visto en
alguna de mis visitas durante las vacaciones de verano.
—No —dijo con una voz que daba a entender que tenía que ser obvio, incluso para una
recién llegada como yo—. Se mudaron aquí hace dos años, vinieron desde algún lugar de
Alaska.
Experimenté una punzada de compasión y alivio. Compasión porque, a pesar de su
belleza, eran extranjeros y resultaba evidente que no se les admitía. Alivio por no ser la única
recién llegada y, desde luego, no la más interesante.
Uno de los Cullen, el más joven, levantó la vista mientras yo los estudiaba y nuestras
miradas se encontraron, en esta ocasión con una manifiesta curiosidad. Cuando desvié los
ojos, me pareció que en los suyos brillaba una expectación insatisfecha.
— ¿Quién es el chico de pelo cobrizo? —pregunté.
Lo miré de refilón. Seguía observándome, pero no con la boca abierta, a diferencia del
resto de los estudiantes. Su rostro reflejó una ligera contrariedad. Volví a desviar la vista.
—Se llama Edward. Es guapísimo, por supuesto, pero no pierdas el tiempo con él. No
sale con nadie. Quizá ninguna de las chicas del instituto le parece lo bastante guapa —dijo
con desdén, en una muestra clara de despecho. Me pregunté cuándo la habría rechazado.
Me mordí el labio para ocultar una sonrisa. Entonces lo miré de nuevo. Había vuelto el
rostro, pero me pareció ver estirada la piel de sus mejillas, como si también estuviera
sonriendo.
Los cuatro abandonaron la mesa al mismo tiempo, escasos minutos después. Todos se
movían con mucha elegancia, incluso el forzudo. Me desconcertó verlos. El que respondía al
nombre de Edward no me miró de nuevo.
Permanecí en la mesa con Jessica y sus amigas más tiempo del que me hubiera quedado
de haber estado sola. No quería llegar tarde a mis clases el primer día. Una de mis nuevas
amigas, que tuvo la consideración de recordarme que se llamaba Angela, tenía, como yo, clase
de segundo de Biología a la hora siguiente. Nos dirigimos juntas al aula en silencio. También
era tímida.
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CREPÚSCULO
مصاص دماءcrepusculo libro 1 escrito originalmente por stephanie meyer!!!!!