Y ahí estaba, acostado sobre aquellos bellos capullos de rosas blancas. Era Enero, un viento frío recorría las calles de la ciudad. Las hojas, de un tono pálido, eran mecidas suavemente por las ramas esqueléticas de café oscuro.
A pesar del clima, me encontraba afuera, con mi abrigo marrón favorito. Se trataba de una chaqueta de cuero, con múltiples bolsillos, cierres y botones; obsequiada la navidad pasada por mi tío, quien es un hombre relajado y de buenos gustos.
Nunca me hubiera atrevido a salir de la comodidad de la casa de mis tíos - en la que, con mis padres, pasaba las vacaciones invernales- ,de no ser por su jardín.
Cuando llegué -en la segunda semana de Diciembre- , me sentí atraído por una fuerza extraña a aquel punto de la propiedad. Como un zumbido en mis oídos. O el temblor de mis manos. Fue inevitable acercarme.
El jardín, de medidas anchas, se conformaba solamente de un pequeño apartado para flores y una capilla de la virgen de Guadalupe. El resto: pasto perfectamente cortado.
Me gustaba sentarme detrás de la capilla, la cual cubría mi silueta adolescente de las curiosas miradas de los vecinos. El espació detrás de la capilla se reducía a un metro de ancho por setenta de largo, antes de que la cerca tapara el paso.
Escuchar música, leer y fumar eran mis pasatiempos.
La única manera de descubrir mi escondrijo era dar vuelta a la capilla por la izquierda, ya que por la derecha, se encontraban las rosas blancas y sus crueles espinas.
Las rosas blancas, presentaban para mí, un misterio. Simplemente no concordaban con la visión. Eran una mala acción, sus hojas demasiado oscuras, las espinas de mucha punta, enmarañadas y estorbosas. Y, desde que entré al jardín, pensé en arrancarlas.
Cada mañana, después del desayuno, salía a fumar detrás de la capilla. Cada mañana, después de consumir lentamente un cigarro, mi mano tambaleante y mis ojos nublados por el humo se acercaban a la parte inferior del tallo de una rosa. Y, una fuerza extraña de irá me obligaba a desprenderlas con entusiasmo demente.
Esto, sucedía de forma automática. Y, en cierto modo, me aterrorizaba. La primera ocasión mi mano termino rasgada y sangrante. A la segunda, acostumbré a llevar un guante de motociclista.
Esas rosas eran una abominación. Desprendían, en su magnificencia, horror. Basta decir que me sentía enfermo con solo verlas. De igual manera, experimentaba una ansiedad inexplicable al no poder contemplarlas.
Una vez, salí a dar una vuelta, conocer el vecindario. Las casas, apiladas ordenadamente, mostraban la buena situación económica de sus dueños. Una o dos tenían perros y, en una específica morada fachada azul, la chica más linda que hubiera visto.
Trenzas castañas largas y pecas salpicadas por todo su rostro. Un rostro aún infantil. De lindos dientes blancos. Carla Durango.
Carla y yo nos acercamos a charlar, ella era una buena niña, muy conocida. El y mi primo curzaban juntos el bachillerato. Nos hicimos buenos amigos, que incluso la invite a casa de mis tíos varias veces. Mi madre y mi tía adoraban su presencia.
Estuvo con nosotros hasta fin de año, cuando, durante la fiesta vecinal, la conduje detrás de la capilla. Ella estaba interesada en fumar y yo la quería un momento sola. Le mostré las rosas y corte un ramo para ella. Esa noche, como un adolescente rebelde, me había embriagado; razón por la no pude distinguir con claridad la expresión de su rostro.
— Según mi tía, Edgar las sembró en junio. Debo admitir que el canalla tiene buena mano de jardinero — le dije, tendido en el suelo, mientras acomodaba la tierra para después organizar las flores.
Hacia esto cada vez que las arrancaba, así no notaban su ausencia.
— Jamás creí que él tuviera estos gustos— me contestó, oliendo las flores.
Luego se quedó callada. Me dormí, creo; porque la luz de medio día me despertó. Carla no estaba, ni el ramo de rosas. Salí, con el dolor insoportable de la cruda. Mi primo Edgar estaba acomodando las flores. Había plantado otra hilera de rosas blancas.
— Tu madre te está buscando — informó con rostro serio.
Asentí. No nos llevábamos bien.
En los siguientes días, Carla no vino a la casa, ni paseo por el vecindario. Cuando intentaba visitarla, su vivienda estaba desierta.
Las vacaciones terminaron. Regrese a mi antigua ciudad, sin poder despedirme de Carla. Subí el autobús con la mente pérdida. Pues, una hora antes, le di la última calada a mi cigarro detrás de la capilla y arranque una rosa más. La flor salió con raíces, mi mano sangraba, la espina atravesó el guante. Del agujero en la tierra, una tela vieja de color azúl; quise extraerla, tenía el diseño del vestido que ella usaba.
Cada día, desde que llegué, arrancaba una flor de la fila cercana a la cerca, y la tapaba para ocultar su ausencia. Ese día, las rosas de junio se acabaron. Y, para no ser atrapado, arranque la primera flor de Año Nuevo.
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El secreto de las rosas.
Short StoryEl mundo es un caos. El jardín era pacífico como un cementerio.