3. El encargo

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2 de octubre

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2 de octubre

Hace muchos años, mi estimado Gerónimo Rosso decía que vivir en Puerto Alfarez es como vivir de manera permanente en un día de niebla.

Puedes caminar recto, girar a la derecha o a la izquierda, pero en cada esquina alguien puede atravesarse en tu camino; nunca sabes qué hay a la distancia de diez centímetros. El día en que él murió, comprendí que en realidad a mí nunca me había gustado la vida a cielo abierto. Que si Puerto Alfarez es niebla, yo estoy a diez centímetros. Lo que más disfrutaba era esa sensación de que algo estaba por suceder, la expectativa. La adrenalina que antecede. Acerqué mi mano a la puerta sin tener idea de las consecuencias de mi visita.

La madera crujiendo bajo mis nudillos siempre había sido una de mis sensaciones favoritas, me recordaba algo lejano, tal vez al sonido del mar golpeando el dique de la casa de verano de mis padres, aquella que fue arrasada por una tormenta.

Nunca vi una propiedad igual de acogedora, mucho menos esta casa, la de Lara Rosso, uno de los lugares que con más frecuencia visitaba, pero no siempre por mi gusto. Estaba peor que antes, ahora la habían pintado de verde, con la tonalidad de un río turbio. Posiblemente otro capricho de Opal.

Esperé, tratando de ignorar las nubes espesas y de un gris ceniza que decoraban el cielo por encima de mi cabeza. Me aferré al paraguas por instinto, la lluvia amenazaba y mentalmente conté los segundos hasta que alguien me atendió.

Antes de que me abriera supe que se trataba de Opal y no de Lara. Había tardado demasiado.
Estaba masticando un chicle y sonrió con amplitud al verme. Se alegraba de que estuviera allí, yo no podía decir lo mismo.

-Buenos días, Opal. ¿Cómo estás? ¿Está mamá en casa? -Sonreí y traté de indagar por encima de su cabeza, buscando a Lara.

-Salió a la compra.

Su sequedad me dio a entender que le molestó mi forma dirigirme a su madre, tal vez le parecía demasiado infantil. La expresión le cambió de manera casi imperceptible, pero enseguida volvió a su sonrisa, se abrió paso y me dejó entrar. Pasé intentando no rozarla, pegándome al marco de la puerta.

Me quedé en el recibidor, entreabrí los brazos y enseguida comprendió. Me retiró el abrigo y lo colgó en una percha a la entrada del pasillo. Antes de sentarme le dejé un beso en la frente. Nos acomodamos en una salita de té, donde ella tenía sobre la mesa un cuaderno abierto. Le sonreí mientras apoyaba los codos sobre el cristal y refugié las piernas bajo la enagua, al calor de una estufa de cuarzo.

-¿Deberes? -pregunté.

-Álgebra 2... Creo que necesito un poco de ayuda -sonrió.

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