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Gran Colombia estaba en su hogar, revisando cartas y papeles algo viejos para confirmar ciertas cosas que le eran de importancia en el momento presente. Era jueves por la mañana, un diluvio parecía querer tirar abajo el techo de aquella casona colonial, y el primer piso bullía de vida.

Los esclavos del grancolombiano hacían sus deberes, los que no, solo pasaban el tiempo o ayudaban a otros para poder descansar rápido con ellos, y otros, los más niños, se dedicaban a jugar. Como era día de lluvia, el patrón del hacendado los dejaba entrar en la casa para no mojarse más al terminar de trabajar, aunque ellos tuviesen sus propias casuchas no muy lejos de allí. Era mejor estar en aquella gran y sólida construcción en días como aquel, pero la única condición que tenían era no subir al segundo piso sin ser llamados y no romper nada. Eran buenos siguiendo esas instrucciones, y así, el grancolombiano se podía concentrar en estudiar y pensar bien lo que tenía que escribir. Le habían pedido ayuda en su gobierno sobre unos asuntos de los cuales él tenía de poco a nulo conocimiento, y no quería responder con una babosada.

—¿Patrón?

Aquella voz lo sacó de su ensimismamiento y giró su rubia cabellera hacia la puerta. No recordaba haber llamado a nadie.

—¿Sí?

—Patrón, se acerca el almuerzo, ¿se le ofrece algo en particular?

El colombiano, algo sorprendido de que ya fuese hora, pensó y se acercó a la puerta para abrirla y responder sin tener que gritar. Le sorprendió toparse de frente con una esclava joven y no con Rosa, una vieja que fue su niñera hacía años. No había notado que no era su voz.

—Unos patacones... Juana Dolores sabe cómo me gustan, pero dígame, Daniela, ¿y Rosa? —la alta mulata apretó su delantal con las manos y apartó sus ojos como nerviosa. Aquello hizo fruncir un poco el ceño al varón— ¿Y Rosa, Daniela?

—Ella está abajo patrón, vea usted que Federico se enfermó y ella lo tiene que cuidar. Ella me mandó a mí a preguntarle, patrón...

Federico era el marido de aquella anciana señora, igual de viejo que ella. Preocupaba no poco la salud de esta pareja al de ojos dorados, pero solo apretó sus labios.

—Gracias. ¿Está muy grave él? ¿Es por la lluvia?

—No lo sé, patrón, pero yo diría que no es fiebre maligna, solo unos dolores. ¿Quiere dejarle algún recado a Rosita?

—¿Ah? No, no, ninguno, disculpa que te retuve aquí, ve a la cocina, adiós.

Y la morena se alejó con un paso algo apurado. Gran Colombia cerró la puerta y volvió a sentarse en su escritorio, suspirando. Miró las cartas, miró la pluma, miró el papel.

Terminó de escribir la dichosa carta tres días después, el domingo. Salía de la iglesia algo mareado, como siempre, por la combinación que hacían la falta de aire de la vieja iglesia y el hambre del ayuno, y se vio enfrascado abruptamente en una conversación con la familia Palacios, la hacienda vecina a la suya. Se alargó un poco más de lo que al tricolor le gustaría aquella cháchara que por cortesía habitual aceptó, y pasaron unos diez minutos opinando sobre trivialidades.

—Oiga, señor Bonte, no quiero ser entrometida, mas, ¿no está usted comprometido con la sobrina de García?

El de ojos dorados se sobresaltó un poco y miró a la dama que le hablaba frunciendo un poco el ceño. Era la mujer de Palacios, cuyo nombre no recordaba haber oído. Suavizó rápido su expresión y se aventuró a soltar una risa suave. Entre los vecinos del pueblo se rumoreaba mucho sobre él, y era consciente de ello, por eso bajaba solo a misa o cuando lo invitaban a eventos importantes. Quizás eso ayudaba los rumores. Era bastante misterioso a ojos del pueblo.

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⏰ Última actualización: Jul 05 ⏰

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