Prólogo

82 11 1
                                    

Éramos los tres mosqueteros, pero con la excepción de que no habían mosquetes, plumas o disfraces tontos. Sino balones de fútbol, cesped y otra clase de disfraces tontos que cualquier persona que adore el fútbol americano usaría voluntariamente. Esas hombreras y protectores pesan mucho más de lo que creerías e igualmente eran incómodos, pero que están cubiertos de gloria.

Peter Dawson fue mi vecino durante toda mi vida, un niño flacucho con la cabeza llena de cabello rubio y que siempre estaba metido en la cocina de mi casa buscando comida de mi madre. Lo más destacable era su sonrisa, amplia y agradable que iluminaba su rostro de esa manera en que tenían algunas personas que podría cambiar un momento sombrío a uno tranquilo y cálido, pero que como única arma era efectiva para atraer y mantener la atención de todos a su alrededor para ser querido. No podría decir desde cuándo fuimos amigos porque no recuerdo ni una sola vez en que no lo fuéramos, quiero decir, mi madre tenía fotos de él bebé en el álbum de fotos familiar en puesto privilegiado por su sonrisa campeona mientras que mis fotos de yo y mi uniceja de nacimiento fueron puestos estratégicamente para pasar desapercibidas. Peter en mi memoria era la definición de amistad, amor, lealtad y varicela (porque fue por su culpa que lo llevara a mi casa a los doce).

Pero así como pensaba en Peter también pensaba en Viktor.

Mientras Peter era el más dulce, Viktor Guadamosi lucía como alguien que te empujaría fuera del columpio. La primera vez que lo ví un puño atravesaba su rostro, a la corta edad de doce años él apenas le alcanzaban los dedos de sus manos para contar la cantidad de huesos rotos y esa nariz rota solo era una guiño de lo que conllevaba su pasatiempo favorito: jugar fútbol americano. Él no era un remotamente cercano vecino, apenas llegaba a la etiqueta de compañero de clase de verano de Peter y recuerdo que Peter lo presentó como el idiota con una buena tableada cuando lo llevó a mi casa una tarde, se habían conocido de una peculiar manera cuando Viktor lo derribó al suelo y lo hizo rodar por todo el jardín de niños, pero claro que Peter se lo devolvió (de la manera en como mi padre le había enseñado); Peter lo llevó a casa, le entregó un casco y unas hombreras, le dibujo una diana en el pecho y lo hizo comer polvo. Y si, el puñetazo se lo propinó Peter apenas se quitó el casco que yo observé con la boca abierta.

Mi hermano Marcos, que estaba mirando la escena junto a mí, había parpadeado asintiendo solemnemente y dijo: Ahora son amigos. Como si fuera un pacto. No lo comprendí en ese momento y no lo comprendo ahora. ¿Por qué los hombres tenían que darse a puñetazos para hacer las pases?

Recuerdo que Viktor tenía el cabello oscuro demasiado largo cubriendo sus ojos y las orejas, usaba unas horribles y enormes camisetas de los Celtics, ciertamente era enorme para su edad y su ceño era de temer. Pero apesar de todo esto había algo en él que me intrigaba de una manera extraña, algo que mi yo de nueve años lo habría explicado cómo un sarpullido pero que ahora me daba cuenta de que era un flechazo de inocente e insufrible amor infantil.

Un flechazo que no duró mucho porque él trazo una gran y roja línea que nos cimentó como amigos cuando tiró mi mochila al lago con mi colección de pegatinas pero después fue lo suficientemente amable para meterse al agua y sacarla para mí, además de ayudarme a secar las páginas y páginas de pegatinas con una secadora de cabello. En algún momento en medio, él contagió a Peter de varicela y él a mí, le dimos una paliza por eso.

Fueron buenos tiempos hasta que mi familia se mudó de Shadow Valley a la costa este y Peter tuvo una beca deportiva en una secundaria al norte, así quedamos distanciados por el mapa y aunque la amistad era fuerte, simplemente dejó de funcionar.

O eso me dije siempre.

Te quiero, número 10 [En Pausa, Lo Siento] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora