La profecía.

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El rey de Argos, Acrisio, que tenía una hija única, Dánae, em­prendió el largo viaje hacia Delfos para interrogar a la pitonisa. Esta vieja mujer, con la ayuda de los dioses, podía, a veces, leer el futuro. El rey le hizo la única pregunta que le interesaba:

—¿Tendré algún día un hijo varón?

La respuesta de la pitonisa fue terrible e inesperada:

—No, Acrisio, nunca. En cambio, tu nieto te matará... ¡y te reemplazará en el trono de Argos!

—¡Cómo! ¿Qué dices?

Pero la pitonisa no repetía nunca sus profecías. El rey de Argos estaba consternado. Regresó a su patria repitiendo:

—Dánae... ¡es necesario que Dánae no tenga hijos!

Ella lo recibió cuando volvió al palacio. Preguntó enseguida:

—¿Y bien, padre? ¿Qué ha dicho el oráculo?

El rey sintió que su corazón daba un vuelco. ¿Cómo evitar la profecía de los dioses sin matar a Dánae?

—Guardias —ordenó—, que encierren a mi hija en una prisión sin puerta ni ventanas. ¡De ahora en más, nadie podrá acercársele!

Dánae no comprendió por qué la llevaban a un amplio cala­bozo forrado de bronce. El pesado techo que cerraron encima de ella no tenía más que algunas ranuras angostas a través de las cua­les, cada día, le bajaban la comida con una cuerda.

Privada de aire puro, de luz y de compañía, Dánae creyó que no tardaría en morir de pena.

Pero en el Olimpo, Zeus se apiadó de la prisionera. Conmovido por su tristeza y, también, seducido por su belleza, resolvió acudir en su ayuda.

Una noche, a Dánae la despertó una violenta tormenta que tro­naba encima de su cabeza. Extrañas gotas de fuego caían sobre ella.

—Parece increíble, pero... ¡es oro! —exclamó levantándose.

Enseguida, la lluvia luminosa cobró forma. Dánae estuvo a punto de desfallecer al ver que se corporizaba ante ella un hom­bre bello como un dios.

—¡No temas, Dánae! —dijo—. Te ofrezco la manera de huir...

Esta promesa era algo inesperado, y Dánae sucumbió rápida­mente al encanto de Zeus.

Cuando el alba la despertó, Dánae creyó que había soñado. ¡Pe­ro pronto comprendió que estaba embarazada! Y tiempo después, dio a luz a un bebé de una belleza y de una fuerza excepcionales.

—¡Lo llamaré Perseo! —decidió.

Un día, al atravesar las cárceles del palacio, Acrisio creyó oír los gritos de un niño de pecho. Ordenó que se abrieran las puer­tas de las prisiones. ¡Grande fue su estupefacción al descubrir a su hija con un magnífico recién nacido en brazos!

—Padre, ¡sálvanos! —suplicó Dánae.

El rey realizó una investigación e interrogó a los guardias. Finalmente, debió rendirse a la evidencia: ¡sólo un dios había podido entrar en ese calabozo!

Si eliminaba a su hija y al niño, Acrisio cometería un crimen imperdonable. Entonces, el rey vio un gran baúl de madera en la sala del trono.

—¡Dánae, entra en ese cofre con tu hijo!

Temblando de miedo, la joven obedeció. Acrisio hizo cerrar la caja y sellarla. Luego, llamó al capitán de su galera personal.

—Carga este cofre en tu navío. ¡Y cuando estés lejos de toda tierra habitada, ordena a tus hombres que lo arrojen al mar!

Dánae y Perseo- (Mito)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora