𝔄𝔫𝔢𝔪𝔬𝔫𝔢 𝔠𝔬𝔯𝔬𝔫𝔞𝔯𝔦𝔞

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[Alerta de contenido: descripción explícita de relaciones sexuales, desbalance de poder]

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Anemone estaba a punto de echarse a temblar.

Ya habían apagado las velas, recogido los platos y llenado la palangana. La reina ya debería haber despachado al servicio.

«O no». La reina no debería hacer nada.

Ane de verdad que se esforzaba por no levantar la mirada. Pero la ponía de los nervios lo que pudiera estar haciendo la reina Calíope mientras Ane y sus compañeras se mantenían como un rebaño de espaldas a la puerta, con la barbilla pegada al pecho y esperando indicaciones que podrían no llegar.

Era la primera noche que la reina pasaba en palacio en casi dos años desde que había partido para asegurar las fronteras y mostrarse más cercana con el pueblo. Quizá estaba harta de la plebe y haría pagar a sus criadas. ¿¡Qué podría ocurrírsele!?

No tenía manera de saberlo. Calíope no la había elegido para su comitiva.

Solo sabía que ahora la reina estaba con ese fino camisón que no le había dado el honor de ponerle como antaño, en medio de la penumbra y con los restos del fuego de la chimenea reflejándose en sus ojos.

Apretó un poco más la cabeza contra el cuerpo. ¿Qué tal si la reina la sacaba de su personal?

No podía echar todo a perder. Después de lo que se tardó en que la asignaran al servicio de la reina Calíope, para lo que había nacido... ¿Y por un simple impulso que...? No era que la reina se hubiera esforzado por disuadirlo precisamente... más bien uno que había amedrentado.

Sí, Anemone había tomado clases suficientes para comprender sin titubeos el vocabulario de la nobleza, como para venir a ofender a su reina, aunque fuera dentro de sus pensamientos. Y en algo debía entretenerse si no quería caer de rodillas ante Calíope.

—Iros —la orden, perezosa pero inequívoca, por fin llegó a los oídos de Ane.

Como una sola, las criadas hicieron una profunda reverencia. Esperaba que nadie hubiera notado su nuevo temblor.

Pero, justo antes de retirarse, cuando era la única con los pies en la habitación por ser la primera del rebaño, la reina dio otra orden:

—Anemone, quédate.

La tensión, que llevaba acumulando desde que la reina se había ido sin despedirse de la más ínfima manera, recorrió a Ane. Y Calíope tuvo que darse cuenta.

Las pesadas puertas se cerraron tras de sí, dándole un empujoncito. Ane trastabilló, pero enseguida corrigió su postura sin levantar la cabeza.

Escuchó el rechinido de la cama. La reina se había puesto de pie.

Ane agudizó los oídos tanto como pudo, aun fue insuficiente para asegurarse de que la reina estuviera caminando, acercándose.

Sí oía los últimos chasquidos de la leña. Con cada uno, el corazón de Ane respingaba.

Pétalos de más allá [colección de relatos]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora