Prólogo

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Érase una vez, en el lejano reino de Aurora, la reina Leah y el rey Stefan celebraban el nacimiento de su primer hijo: el príncipe Edward

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Érase una vez, en el lejano reino de Aurora, la reina Leah y el rey Stefan celebraban el nacimiento de su primer hijo: el príncipe Edward. A la hora de anunciarse el natalicio, el reino entero entró en júbilo

No obstante, la verdadera fiesta se respiraba en la capital, en sus plazas y hogares, en los cantos y bailes, en el palacio, cuya aglomeración se dispersaba hasta los jardines. En el gran salón, donde las conversaciones y melodías se elevaban hasta los altos techos con candelabros, la reina y el rey conversaban con miembros de la nobleza a una prudente distancia de sus tronos ya que, entre ellos, centrada en la tarima de piedra, se alzaba una bella cuna con prolijos acabados de carpintería; el pequeño príncipe dormitaba tranquilo en ella, como un pececillo entre un mar de mantas.

Fue cuando un mensajero real hizo un anuncio.

—Nos honran con su presencia en esta dichosa celebración los invitados especiales de Sus Majestades.

Y la muchedumbre vio ensimismada cómo por las enormes puertas cruzaban tres figuras peculiares, todas destilando un aura gentil, como un velo blanco que las cubría y se extendía por cada uno de los presentes, iluminando la sala. Los tres seres caminaron a paso suave y descalzo hasta los tronos. Se inclinaron ante la realeza.

—Sus Majestades —saludaron al unísono. Sus voces eran como la miel, y se pegaban a su memoria en una repetición infinita.

—Queremos felicitarlos por el pequeño príncipe. Sin duda alguna, nos ha traído una hermosa alegría la noticia y su invitación —inició quien iba en medio, un hombre que bien podría pasar por un plebeyo, sin embargo, lo delataba la energía cálida que emanaba y, sobre todo, las magníficas alas en su espalda, incoloras, pero que destellaban bajo la luz del sol que se colaba por los ventanales. Una sencilla pero preciosa tiara de ramas de roble estaba sobre sus cabellos castaños.

—Y como muestra de nuestra infinita devoción y lealtad, deseamos otorgarle al bebé tres dones, uno cada quién —continuó el hada de su izquierda, una bella dama, con pelo cual cortina de oro cayendo alrededor de las alas. Portaba una tiara de flores rosas combinando con su largo vestido del mismo color.

Érase Una VezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora