Ojos de una noche.

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Eran las 15 horas con 45 minutos, en el vagón de un tren, montado cauteloso, un hombre joven realizaba anotaciones precisas sobre una investigación rigurosa. De cabello corto y negro, ojos cafés, tez clara y ropajes negros de aspecto detectivesco, destacando de entre todo una bufanda anaranjada; esta persona no parece más que un simple polisón que no pagó el viaje que está realizando

Se escuchó entonces el pitido de la locomotora anunciando su parada cerca del siguiente destino; ante la señal, el hombre guarda meticulosamente todas sus pertenencias dentro de una gran mochila de excursión, con un nombre estampado en tal; "Jonás" se alcanzaba a leer con fácil claridad. Se preparó a dar un brinco en cuanto el tren disminuyera lo suficiente la velocidad y saltó en cuanto vio el primer arbusto frondoso y grande que se topó.

Tras aterrizar, continuó con la caminata adentrándose al bosque, en principio, sin ningún sentimiento evocado por el imponente ambiente que lo rodeaba; estar solo en la naturaleza era en realidad uno de los mayores pasatiempos de Jonás, tan aislado a las personas y a casi toda muestra de civilización. El fulminante sol era contrarrestado por las prolongadas proyecciones obscuras de los frondosos árboles, que inmensos y enrevesados se apilaban unos a otros, entremezclando sus ramas y hojas. No obstante, ofrecían un interesantísimo efecto de luz dorado sobre las el pasto en el que se alcanzaba a llegar la luz.

—Que tranquilo —vocifera el hombre.

Las brisas lo guiaban ininterrumpidamente en su trayecto que pareciese sin curso, solo hasta que decidió que era momento de sacar el mapa que guardaba. Orientarse siguió siendo tan sencillo para él cómo en un principio; aunque ahora una sensación singular le rodeaba. El día era templado, a una tenue temperatura helada, pero en esos momentos del recorrido, un misterioso calor envolvió a Jonás.

Buscando con su mirar la dirección de la que procedía tremenda emanación, solo observó en un hueco elevado en la superficie de un árbol, un tecolote con los parpados cansados le seguía con la vista; cuando el tecolote durmió, extrañamente, el calor se desvaneció. Esa era una señal de lo que buscaba Jonás.

Con prisa y guiado por su mapa, siguió rumbo al pueblo que era su destino prefijado, San Romero: un pueblito mágico con una realmente pequeña cantidad de habitantes, según se acuerda el hombre, unos 1000. Repleto aun así de una gran cantidad de costumbres y creencias, en especial, la del Tecoy, el ser que está buscando Jonás.

Tras tanto caminar y encontrar el pueblo, pregunto a cada transeúnte que se topaba por la persona que gobernaba esos lares, o si había algún chamán en todo el pueblo.

—Hay justo dos chamanes —responde una bella chica morena, de cabello tranzado y ropa tradicional, llegando a auxiliarlo.

—¿En serio? Llévame con ellas por favor.

—Claro —afirmó guiándolo—, de una vez te digo que yo soy una de ellas, mi nombre es Elvira, mi abuela es la otra y es la mejor chamana que puedas hallar en todo México.

Ambos caminan a lo largo del pueblo, dando ciertas vueltas para que el extranjero observase la belleza del lugar a la vez para que se relajase; pues de cierto modo, Elvira presintió que aquel hombre venía con una carga muy pesada en su alma y en su conciencia. Tras un largo día, finalmente llegaron a la casa de tan experta mujer en las artes místicas. Siendo presentada por su nieta como Doña Refugio, una vieje algo encorvada con todas las características físicas estereotípicas que se le podrían atribuir a una bruja, pero con un temple indiferente al igual que perezoso; la anciana interroga a Jonás. Siendo totalmente sincero, expone todos sus motivos:

—Escuché que por estas tierras vive el Tecoy

—Sí, eso es verdad aclara la anciana con ronca entonación—, ¿con que propósito lo buscas en concreto?

—No me gustaría compartirlo, espero que le baste con decirle que no pienso cazarlo, eso sería estúpido, ni tampoco quiero enfadarlo, para que no tome represalias con los demás.

—Muchacho, ya se eso, quiero saber si vienes a morir ante su juicio o con la esperanza de que te perdona, para dejar de sentirte culpable.

Jonás no pronuncia ninguna palabra.

—Bueno, puedes quedarte aquí en nuestra casa hasta que anochezca y mi nieta pueda llevarte con él.

Dicho y hecho, lo que Doña Refugio ordenó se siguió y al caer la noche, Elvira guio a través del bosque al forastero; intentando descubrir el propósito del hombre con basta curiosidad, siendo repelida constantemente por la esquiva actitud de Jonás. El frio de la noche se había sumado a la caminata y la luna destellaba su luz azulada por sobre la vegetación, las luciérnagas iluminaban ciertas partes del bosque con cierto brillo especial; pero eso tan solo era la belleza innata de un bosque nocturno.

Jonás se veía distraído durante todo el trayecto, recordando un hecho específico del cual no podía deshacerse y al cual Elvira no podía acceder, fue hasta que la brisa sopló en dirección a la luna que la verdad se revelaría. Ambos tornaron su cabeza hacia la dirección que apuntaba el viento, destacándose un tecolote posado en una retorcida rama de un árbol que imponía su figura en contraposición de la luz del astro celeste, mas, había algo extraño con este tecolote. Se alzaba con dos pares de alas, su cola era muy prolongada y su plumaje estaba revestido de una textura extraña, además, pareciese como si llevase una aureola.

El hombre quiso avanzar, pero fue detenido por la chica, que le recomendó que era mejor esperar a que el ente actuase por sí mismo. Cuando el Tecoy decidió planear hacia donde ellos se encontraban, se le heló la sangre a Jonás al ver que la textura extraña en las plumas del ave no era ninguna textura, ni siquiera eran plumas; en lugar de estas, había un sin numero de ojos unidos los unos con los otros, que aparentaban tener aún vivo movimiento.

En segundos, el ente estaba ubicado sobre una roca a tan solo pocos metros de los dos; y en ese mismo momento el Tecoy observó fijamente a Jonás sin quitarle ni un segundo la mirada, apuntando también los ojos de sus alas hacia él. Por la mente del hombre solo transcurrieron los más despreciables actos que este había cometido a lo largo de su vida, haciéndose hincapié los años que estuvo al servicio del dictador Porfirio Díaz, anclándose en el recuerdo especifico de cuando él, aún más joven, junto a un grupo de soldados masacraron una comunidad indígena bajo órdenes del general en un ataque nocturno.

Volviendo a si mismo un fuerte ardor invadió las pieles del hombre y fuego brotó de cada poro de su piel, creando una columna ígnea de intenso brillo que al igual que vino, se fue.

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