El Sigilo Prohibido

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Cuando, en el Día de su Majestad 65 desde el vigésimo Solsticio de Fuego, el Enviado del Perro me asignó un caso de tan inaudita banalidad me negué rotundamente. Sin embargo, no cesó de jurarme que solo yo podía intervenir, hasta que no estuvimos remando río abajo hacia un pueblo perdido en el reino élfico del sur de Areh. Los mapas oficiales lo llaman Fjerd Utt pero los lugareños, gracias a ese carrasposo dialecto, me dijeron que había llegado a Sherruth.

Desde el muelle hasta la ciudad hay un día en carreta, trayecto en el cual no encontramos una sola alma entre los campos rebosantes de cereales. Recién al atardecer vi un fuego violeta ardiendo sobre la ladera de una montaña, posiblemente una mina de alumbre. Fue entonces que la ridícula carátula del caso flotó a la superficie de mi memoria: sublevación humana por las festividades de Yule. Un puñado de sandeces más adelante, aparecía la palabra que me había hecho perder los estribos: demonio.

Al atardecer, poco antes de que el traqueteo infernal me dejara sin trasero, tomamos un camino adoquinado que giraba directo hacia el centro de la ciudad. Amontonadas frente al edificio de gobierno parecían estar reunidas todas las almas que no vimos en el camino. Todos humanos, con sus orejas redondas y sus brazos tostados por las eternas jornadas de trabajo bajo el sol. El transporte debió dejarme a una distancia considerable de la agitada muchedumbre, pero, por suerte, las criaturas se apartaban asustadas en cuanto me veían.

— ¡Lo resolveremos! ¡Regresen a sus labores! — pedía un elfo en la entrada, con una mal disimulada mueca de asco.

Estuve en el interior del departamento de Policía No Mágica unas tres horas, escuchando las más acérrimas absurdidades. 

¿Cómo podría moler el trigo con esto? 

¡Es demasiado grande para destacar mi escote! 

Pedí una azada con más filo, ¿qué es esto? 

No combina con la decoración de mi casa.

Al parecer, una vez al año, en la Noche de Yule, los humanos tienen derecho a recibir cualquier regalo que hayan pedido. Sin embargo, esta vez, habían recibido una piedra tosca, gris y sin brillo, del tamaño de una palma. Los monjes acusaban la intervención de un demonio y alentaban a los humanos a trabajar en medio de cantos alegres para que el Maligno no se alimentara de su desesperación.

Habría cerrado la investigación como chantaje del clero de no ser porque alguien me presentó una de las tan mentadas piedras. Se trataba de una bola irregular y pesada, fea en apariencia y de una aleación de materiales de sospechoso rigor con la Alquimia Oculta. Pero, al voltearla, lo que vi me provocó tal espasmo que uno de los elfos comenzó a gritar: ¿Lo ve? ¡Es magia negra! Sin embargo, aquel no era el sello de un demonio como querían creer. Aquellas líneas que escarbaban la dura superficie con obstinada firmeza eran de un sigilo prohibido, perseguido y ocultado en toda la faz del Universo: El Sigilo de la Liberación.

Salí disparado fuera de allí, con un sudor frío bajándome por la espalda y me apresuré al Templo. Tenía que dar con la criatura que había hecho esto antes de que fuera tarde. Por supuesto, los monjes negaron conocer otra magia que la propia. Incluso bajo los tortuosos hechizos que hacían a cualquiera vomitar la verdad. Aseguraron haber manifestado, envuelto y entregado exactamente los objetos solicitados y que incluso ellos se habían sorprendido al ver que los paquetes deshechos contenían, en su lugar, aquellas burdas piedras. Aunque interrogué a cada elfo y hombre en la ciudad durante los próximos días, la investigación conducía a un callejón sin salida. Nadie sabía cómo habían sido cambiados los regalos.

Pero un hechicero que conocía la magia necesaria para invocar el Sigilo Prohibido no necesitaba estar físicamente en el lugar para cambiar los paquetes.

Así que recurrí a los viejos trucos. Al moler y separar los componentes de la aleación, descubrí que la piedra contenía una cantidad despreciable, de seguro accidental, de Alumbre de Potasio, un mineral proveniente de erupciones volcánicas... Uno que hacía que las llamas del fuego se tornaran violetas.

Aunque los lugareños juraron que aquella montaña era demasiado inhóspita, insistí en volver y más aún, en hacerlo sin compañía, puesto que sabía que lo que encontraría allí no sería un demonio.

— Bajo Orden del Consejo Interdimensional, queda usted bajo arresto — anuncié al hechicero en cuanto derribé su puerta.

El hombre era un ermitaño que vivía en una cueva, rodeado de símbolos arcanos. Ni un demonio, ni un nigromante: un seguidor de la Secta del Ojo.

Un hombre como el que yo había sido.

— ¿Ahora el Alto Consejo se ocupa de regular festividades paganas? — dijo aquel, desafiante.

— No es por las piedras... Es por el Sigilo...

— ¡Esos hombres están siendo esclavizados por esos elfos! ¿¡Qué mejor regalo que el de la Liberación!?

— Ellos no lo pidieron.

— ¡Porque no lo saben! ¡Están dormidos! ¡No pueden ver la ilusión! — gritó.

— Cuando estén listos lo verán. Has violado la Primera Directiva: la no interferencia — le expliqué antes de apresarlo, lo cual le produjo cierta alegría.

— ¡El Gran Maestro Azoth, el poderoso demonio que nos reveló el Sigilo de la Liberación y las Artes Prohibidas, vendrá por mí!

— Oh, dalo por hecho...

Le di a Fjerd Utt el caso de exorcismo que esperaban, cerraron el expediente, nos entregaron las piedras y compensaron a los humanos. Solo un individuo aceptó de libre voluntad la piedra. Ha quedado bajo estrecha vigilancia del Perro.

En cuanto al hechicero, su supuesto demonio, dijimos que regresaría conmigo a la Torre Negra para enjuiciarlo. Por sus buenas intenciones, lo reasigné para reencarnar en un lugar donde podrá hacer mayor bien: el planeta Tierra.

¡Su Majestad no imagina el silencio que hubo en cuanto mi asistente le reveló mi identidad!



INFORME POR:

Azoth de Kamar'haretz ,Oficial Interdimensional.

Día de Su Majestad 73 desde el vigésimo Solsticio de Fuego.

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