CAPITULO 1.- El desastre que vendrá

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La foto de  arriba me inspira para mi protagonista y es original de Tamara Bellis, publicada en Unsplash 😉😉

La foto de  arriba me inspira para mi protagonista y es original de Tamara Bellis, publicada en Unsplash 😉😉

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Antes de llegar al desastroso momento en el que ahora me encuentro, tengo que reconocer que todas las señales estaban ahí, desde esta misma mañana, y no supe verlas. El imbécil de Diego me las va a pagar. 

       Y es que verás, gracias a que Anastasio, mi anciano vecino del quinto,  aparcó anoche su coche delante de mi plaza de garaje, esta mañana perdí un tiempo maravilloso mientras hacía que se vistiera, bajara a la planta cero y realizara infinidad de maniobras antes de conseguir retirarlo, por lo que terminó siendo imposible pasar por el despacho para recoger el expediente antes de ir al Juzgado. En mis ocho años de profesión jamás he llegado tarde y el tráfico en Madrid, aunque estemos en junio, es horrible a esas horas. No tuve más remedio que llamar a Enrique, mi asistente en prácticas, para que recogiera el dichoso expediente y se reuniera conmigo a las diez en la puerta de la sala de juicios. No lo sabía, pero ese iba a ser el segundo desastre del día.

       Enrique es un buen chico, no me entiendas mal, pero como a muchos recién titulados chicos de su edad, le falta un hervor. ¿Te puedes creer que siendo un caso penal, no se le ocurre otra cosa que irse a los juzgados de Familia en Francisco Gervás en lugar de los de Plaza de Castilla? Pues eso, te puedes imaginar, yo esperando como una tonta, con la toga puesta y sin expediente, y el ujier llamándonos para entrar en sala.

       El tercer desastre estaba a punto de nieve.

       Hice que mi cliente entrara en sala y por cuarta vez en el día llamé a Enrique: la cosa estaba mal, no iba a tener el expediente antes de quince minutos, qué patán. Así que, al toro, me dije, y me metí en la sala para intentar solicitar a su señoría que tuviera a bien darme unos minutos. Plantada frente a la mesa de la Magistrada, una señora de cincuenta años, me percato de que ni siquiera se había dado cuenta de mí y todo porque estaba entusiasmada charlando y haciendo ojitos al letrado sentado junto al fiscal. ¿Estaba coqueteando con el letrado de la acusación? Pues qué bien, me dije, he perdido sin haber empezado.

      ¿Por qué a todo el mundo le salen bien las cosas a la primera y sin esfuerzo, y yo tengo que luchar como una jabata para conseguir migajitas? 

      Toda la vida igual. Terminé Derecho, pero como no conocía a ningún abogado, una odisea conseguir despacho para las prácticas obligatorias y poder colegiarme. Después encontrar trabajo. No fue solo por mis inmejorables notas por lo que me contrató el mejor despacho de Madrid, sino porque a diferencia del resto de aspirantes, yo hablaba inglés, francés y alemán. Eso tiene el no salir los fines de semana y estudiar en la Escuela Oficial de Idiomas. Tras años de dedicación exclusiva de veinticuatro por siete, dejando mi vida social y sexual fuera de la órbita terrestre, el año pasado, me dieron la opción de ser asociada. Bueno, a mí y a Roberto, quien había trabajado con nosotros solo por dos años y se escaqueaba siempre que podía. Pero claro, él es hombre, le gusta el futbol, como al jefe, se le da bien el golf, como al jefe, y por eso y por cosas como esas, le cae en gracia, al jefe. 

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