PRÓLOGO I

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Uno tras otro fueron desmontando de sus caballos. El cansancio era palpable en sus rostros y ni siquiera se molestaron en disimular las miradas de desconfianza hacia el resto de los allí congregados.

El viaje había sido largo para todos ellos y las ciudades más cercanas se encontraban a varias jornadas de distancia. Sin embargo, o tal vez por eso, aquel era el punto en el que habían sido citados. El amplio edificio de estructura circular y techo abovedado que se les había descrito en la misiva, se erigía en un desierto y desolado páramo cubierto por una fina capa de escarcha. Ni el paraje ni el clima auguraban nada bueno, pues las nubes que sobre ellos se cernían presagiaban una tormenta que no tardaría demasiado en hacer acto de presencia.

A la entrada de la construcción donde tendría lugar el concilio, un hombre de edad avanzada pero de vigorosa apariencia física, aguardaba de pie esperando a que desmontasen y se uniesen a él. Vestía una reluciente armadura dorada bajo la que se intuía una cota de malla plateada. En sus manos sujetaba el yelmo en un gesto que, sumado a las espadas que tanto él como sus soldados guardaban en sus vainas, permitía intuir que esa noche no habría hostilidad alguna.

Cuando los cuatro representantes se acercaron al anciano, este levantó el guantelete derecho a la altura de su hombro, dejando su antebrazo en paralelo a su torso y al resto del cuerpo. Con la palma de su mano extendida y con el dorso mirando hacia el resto, mostró el anillo que portaba en su dedo anular poniendo en práctica el nuevo saludo reservado exclusivamente para los jefes tribales y que estos deberían asumir.

El sello tenía una composición formada por cuatro círculos incompletos unidos por un aspa con una suerte de romboide en el centro. En ese momento parecieron olvidar los recelos y, tras cuadrarse, levantaron sus diestras de la misma manera. Pese a que todos ellos vestían corazas, ninguna era tan ostentosa como la del primero, aunque todos se habían retirado sus cascos como muestra de buena fe, dejando sus caras al descubierto.

- Me complace observar que no falta nadie. Si les parece correcto, podemos entrar bajo las condiciones acordadas -comentó el anfitrión tras comprobar los emblemas de los cuatro.

Sin mediar palabra, bajaron la mano al unísono y cada cual ordenó a uno de sus hombres investigar el interior. Tras recibir el visto bueno indicando que el lugar era seguro, los líderes fueron entrando con dos de sus consejeros a su lado y su séquito detrás, en un orden que parecía estar previamente pactado. A pesar de que se trataba de una reunión pacífica y ninguno había manifestado interés en empezar disputa alguna, el aire que se respiraba era tan tenso que se podría cortar con el filo de una navaja.

El recinto presentaba una única estancia sin más ornamento que una gran mesa redonda con una enorme oquedad circular en su interior al que se podía acceder desde fuera. En el suelo, se podían distinguir dos líneas que se cruzaban y dividían la sala de la misma manera que se advertía en el blasón que el anciano tenía grabado en su sortija. En la zona que correspondería al romboide, había un taburete elevado con una pequeña tabla concéntrica que imitaba a la perfección a la otra.

Las antorchas prendidas de las paredes proporcionaban un alumbrado suficiente para apreciar lo lúgubre y modesto de aquel lugar que parecía haber sido construido específicamente para la ocasión, pues carecía de cualquier tipo de fortificación, no se apreciaba ningún camino que condujese hacia ella y las vías de abastecimiento con la población más cercana eran inexistentes. No resultaba difícil de entender que ninguno de los presentes se sintiera seguro o suficientemente protegido.

- Por favor caballeros, ocupen sus asientos. - Su poblada barba blanca y sus arrugas permitían ahora adivinar la longevidad del hombre que les había convocado y que se sentaba en el puesto central.

Panergam - J.L.BarodDonde viven las historias. Descúbrelo ahora