La tenebrosa noche

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Era un llanto indescifrable con tanta pena, que ni podía ser humana. Una pena que iba más allá del dolor físico, del dolor de la pérdida o de la tristeza más profunda y arraigada. Era una pena, que solo alguien que no pertenece ya a este mundo puede sentir y plasmar en lágrimas.

Mientras lloraba, una fila de luces descendía por el sendero, yo me quedé petrificada, como si el hecho de no moverme me hiciera invisible. Parecía funcionar. Las luces no eran sino una especie de procesión de sombras que rodearon a la figura de mujer que estaba sentada al final del sendero. En ese momento, la mujer giró su cara, me miró a los ojos y cesando el llanto emitió un grito de dolor que era un presagio de la muerte. Reconocí su rostro al momento, era Angelita, que parecía estar muriendo.

Me detuvo ese impulso que convierte a las personas en malvadas: El miedo. El miedo no me permitió mover ni un solo músculo de mi cuerpo durante al menos dos minutos enteros. Cuando mis piernas y mi mente reaccionaron, yo solo escuchaba a Angelita sufrir esa pena que me pareció, y todavía me parece, inhumana. Cuando mis piernas reaccionaron, yo ya estaba huyendo despavorida, arrastrando la tierra del sendero con cada paso, quitando los matorrales con mis manos, dejándome cada suspiro en una carrera imposible que yo nunca pensé que podría llevar a cabo. En mi huida una de mis pulseras se perdió cuando apartaba los matorrales que lo cubrían todo y se quedó allí, pendiendo de una de sus ramas.

Lo último que recuerdo, es despertar. Desperté con mi pijama, en mi cama, con el terror insertado para siempre en mi mente, con el recuerdo del dolor de la muerte consciente. Cuando desperté me impulsé de la cama en un salto, vi mis pies manchados de tierra y me sorprendí al comprobar que ya no llevaba una de mis pulseras.

La luz comenzaba a entrar por la ventana de mi cuarto y yo, temiendo por la vida de Angelita salí corriendo, casi con la misma fuerza con la que había huido, hacia la casa de la mejor amiga de mi abuela. Timbré, golpeé el portal. Pero nadie contestó. Nunca más nadie contestó y ahora la casa de Angelita no es más que el recuerdo de lo que allí un día sucedió.

Nunca encontraron a Angelita, nunca volvimos a saber de ella. Pero yo sí encontré mi pulsera, que seguía pendiendo de la misma rama en la que se había quedado aquella tenebrosa noche. 

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