Capítulo 1

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La soledad nunca me había disgustado.
Sabía desde pequeña que si tenía un lugar en el mundo era gracias a Sia, que desde que tuvo edad suficiente como para saber qué era una hermana no dejó de rogar y pedir que quería una; mis padres no desistieron en repetírmelo cada vez que me daban de comer, que a veces era menos de una vez al día. Nunca entendí por qué decidieron tenerme si luego me iban a odiar, porque sí, mis padres jamás me habían soportado. No sabía si era debido a que mi carácter era difícil, si era porque no me dejaba mang0near como mi hermana o si quizás fue porque, pese a mi carácter, los hombres de la ciudad parecían hacerme más caso a mí que a Sia.
Ella siempre lucía los mejores vestidos que teníamos, que eran pocos, y cuando podían le compraban telas para fabricarse más. Todo el amor que tenían lo reservaron y gastaron en Sia y, aunque de pequeña hubo momentos en los que no comprendía el porqué y el dolor me sorprendía encogiéndome el pecho, hacía ya años que la herida de ser la hija no querida había dejado de sangrar.
Mi mente divagaba por los recuerdos que escondía mientras forzaba la cerradura de una puerta fraguada en hierro. En el interior de aquel edificio las luces eran tenues y el silencio lo envolvía todo. Sabía que no había nadie allí, pero aun así me esforcé para que mis pisadas sonaran como leves susurros y caminé agazapada cada vez que la luna irrumpía en la oscuridad a través de alguna de las ventanas.
Tejer y crear vestidos era un talento tan natural para mi hermana como para mí lo era volar; claro que aquello jamás lo supieron ninguno de los tres; mis alas eran un pequeño secret0 que había guardado durante años.
Mientras subía a la parte más alta del edificio por aquella escalera de piedra no dejaba de mirar a mi alrededor; si me viera alguien merodeando por las habitaciones del regente el castigo no sería ni dulce ni piadoso.
Las estancias estaban separadas por muros de más de medio metro de grosor, lo que hacía que el calor del exterior no se colara dentro. Unas líneas de fuego surgían desde el techo y bajaban por los muros formando diseños intrincados de líneas y puntos; ahora mismo estaban en baja potencia ya que no había nadie allí, pero cuando en el edificio estaba la familia regente, estas llameaban a máxima potencia para iluminar los pasillos y las habitaciones.
Todas las casas y edificios de aquella metrópoli tenían la misma forma de iluminación, por eso la llamaban Ciudad Fuego, porque la raza que habitaba allí era la que tenía control sobre la llama.
Esa noche había dejado a mi hermana en casa. Sia era dos años mayor que yo y se le daba muy bien hacer vestidos, pero en lo que respecta a la supervivencia tenía el mismo instinto que un letho . 
La habitación que buscaba estaba iluminada por la luz que se colaba por un ventanal con salida a una ancha terraza. Me agaché al pasar por delante de él.
Una enorme librería cubría toda la pared del fondo.
Los libros estaban a la vista. En la parte superior estaban los más grandes y conforme bajaba de nivel se iban empequeñeciendo. Todos presumían de lomo delante de mis ojos verdes entrecerrados.
Yo conocía el aspecto del que buscaba, y no era ninguno de los que estaba a la vista, pero eso él ya me lo había informado.
Quité con cuidado los cinco libros situados en el centro que ocultaban la portezuela. Identifiqué al instante los dibujos tallados de forma elaborada.
Tomé aire y lo retuve en mis pulmones mientras tiraba del asa abriendo la primera de las tres puertas que me separaban de mi objetivo.
El día anterior a la muerte de nuestros padres desconocíamos cuan complicado iba a ser el siguiente año, el hambre que pasaríamos y lo que yo estaría dispuesta a hacer para poder llevarnos algo a la boca.
Ser huérfanas en Ciudad Fuego nos dejó con muy pocas opciones; si mi hermana hubiese tenido más de veinticinco años no habría habido problema, pero como en aquel momento tenía veintitrés disponíamos solo dos opciones: la casa de acompañantes y la guardia regental, y yo no veía a Sia en ninguno de esos dos sitios. Mi hermana era tan refinada y con una educación tan extensa gracias a las atenciones de madre desentonaría en cualquiera de esos dos lugares.
En la casa de acompañantes las chicas y los chicos huérfanos se dedicaban a la prostitución. Se decía que cuando se entraba allí ya no se volvía a salir. Desconocía si la base de ese rumor era el placer o la obligación.
Y en la guardia regental… bueno, ahí habría entrado yo de no tener ni hermana ni alas.
Los mejores luchadores y luchadoras estaban en la guardia. Había niveles, claro, la mayoría se ocupaban de velar por la paz en Ciudad Fuego, otros formaban la defensa y patrullaban en círculos que cada vez se abrían más en el exterior del baluarte, y unos pocos se erigían con arcos de precisión por encima de las torres de vigilancia. El resto eran solo veinte. Diez hombres y diez mujeres que se encargaban de la seguridad de la familia regente: un matrimonio y su hija.
Tanto en un sitio como en otro si aún no tenías edad suficiente como para ejercer, te alimentaban y criaban para que al cumplir los catorce años pudieras desempeñar el trabajo que fuera. Muchos consideraban una crueldad obligar a niños y niñas de esas edades a hacer depende de qué cosas; ya fuera matar o realizar actos sexuales. Ninguna de las dos debería verse antes de cumplir los veinte, pero las órdenes del Inmortal eran claras.
Tiré de la segunda portezuela con la esperanza de que no hubiera una tercera, pero el brillo de la piedra negra que se usó para fabricar la última barrera me cegó durante unos instantes. El asa iba de arriba abajo cubriendo la parte derecha, y unas líneas dibujadas en ella me recordaron a las letras de algún idioma antiguo.
Recé para que no hubiera ninguna alarma o trampa mágica.
Nos moríamos de hambre y por ese encargo me pagaban tanto que Sia y yo comeríamos bien durante semanas. No dejé de repetirme eso mientras estiraba la mano y ponía atención en no activar ninguna salvaguarda que pudiera haber, pero justo en ese momento el bolsillo trasero de mi pantalón comenzó a calentarse.
―¡Mierda! ―susurré al sacar la piedra comunicante con la mano derecha. La izquierda seguía apoyada con cuidado en el asa de la última puerta.
Apoyé el dedo en un lateral de la piedra blanca y Kiath se materializó en humo y brasas delante de mí.
―Están viniendo ―anunció mi único amigo cuando se acabó de formar―. Sal ya o tu culo dejará de alegrarle la vista a la ciudad y pasará a alegrársela a los guardas de Ciudad Cerrada.
Aquella era la ciudad cárcel.
Desde la llegada del Inmortal al poder las condenas de meses o años habían pasado a ser de por vida, y había demasiada gente pasando hambre y muy poco sitio en las cárceles de las ciudades, así que la antigua Ciudad Piedra había pasado a funcionar como tal.
Se rumoreaba que los habitantes de aquella ciudad habían pasado a cumplir condena por el simple hecho de vivir allí; tan solo los Petras de alta roca habían conseguido encontrar sitio en otras ciudades, y aun así vivían perseguidos por la guardia de todas las ciudades.
Hacía décadas que no se sabía de ninguno.
―Ya tengo el diario, solo necesito que les distraigas para que no miren hacia arriba y poder salir volando ―dije guardándome la piedra con cuidado de no mover la mano izquierda.
El mínimo movimiento podía activar mil guardas mágicas.
―Vale, voy a prenderle fuego al jardín -dijo, y desapareció.
Kiath era un Ignis, toda su familia dominaba el elemento fuego y alguien como él con dominio sobre algo tan volátil era una mezcla… peligrosa.
Él era el único que sabía lo de mis alas. Ese no era un poder común en Pithahën .
Fijé mi vista en el gran ventanal.
Respiraba de forma suave para que mi mano no se moviera en exceso cuando vi las sombras y los chisporroteos que creaban las llamas de Kiath tomando el jardín, así que proseguí y tiré del asa que sostenía desde lo que me parecía una eternidad.
El diario estaba sobre un cristal rojo y envuelto en un paño etéreo que casi parecía transparente. Estiré la mano y con cuidado lo tomé del lomo poniendo en su lugar un libro que había conseguido gracias a mi hermana. Cuando vi que seguía teniendo piel en lugar de estar reconvertida en cenizas me guardé el diario en el interior de la cinturilla del pantalón.
Abrí las puertas a la terraza y avancé agazapada hasta que pude ver algo por encima del balaustre de basalto. No había ni rastro de la guardia regental.
Me levanté e hice rotar los hombros y el cuello preparándome para el peso que me iba a sobrevenir y, cuando estuve lista, extendí las alas despegándolas de mi piel.
Eran tatuajes.
Lo que mis padres siempre creyeron que era una marca de nacimiento curiosa y extraña, resultaron ser mis alas. Unas enormes y peludas alas. Eran tan suaves como el pelaje de un gato y de un color rojizo parecido a mi pelo. En la parte inferior colgaban las mismas finas extensiones de pelaje que les daban forma.
Salté por la ventana un segundo antes de que mis oídos captaran el sonido de la puerta de la habitación abriéndose.
Comencé a caer en modo libre hasta que decidí, a escasos metros del suelo, empezar a mover las alas. Las agité con todas mis fuerzas propulsándome hacia arriba; tan arriba que si alguien miraba hacia donde yo estaba tan solo vería un borrón oscuro moviéndose bajo la luna y las estrellas.
El aire estaba frío y a esas alturas a veces me costaba respirar, pero la sensación de libertad que sentía cuando el viento me azotaba en ráfagas constantes borraba toda incomodidad provocada por mis pulmones.
Diez minutos después aterricé de forma silenciosa sobre la hierba que rodeaba la casa de Kiath. Él ya estaba esperándome sentado en uno de los sillones que tenía junto a la gran hoguera permanente que llenaba parte del jardín.
―Repíteme otra vez por qué estamos poniendo en riesgo nuestros culos robándole algo tan personal  al ser que gobierna con crueldad los siete reinos.
―Técnicamente se lo hemos robado a su regente, que era quién lo custodiaba. Es su culo el que corre peligro ahora. Y lo hemos hecho porque mi hermana y yo necesitamos comer. ―Lo miré impasible―. Y tú no has puesto en riesgo ninguna parte de tu cuerpo, solo has incendiado los jardines de la régina .
Permaneció callado unos segundos. Siempre le había gustado dar importancia con breves pausas a cada frase que decía.
―¿Quién te ha hecho este encargo?
De nuevo Kiath era el único que sabía lo de los encargos. O, al menos, él era el único próximo a mi círculo que lo sabía.
Cuando nuestros padres murieron pasamos hambre una temporada hasta que di con mi primer cliente, siempre se me había dado bien escabullirme entre la multitud y pasar desapercibida y llevaba años ganando dinero para alimentarme antes de nuestros padres murieran, pero no pasó lo mismo al tener otra boca más que llenar.
Lo primero que sustraje fue un cuadro de gran valor sentimental para una anciana que rondaba siempre por la plaza, aquella mujer quedó encantada y me mandó al siguiente encargo, y el siguiente, al otro.
Los meses se fueron sucediendo de encargo en encargo y cada vez estos eran más complicados hasta que llegó él. Este último había sido el más peligroso que había hecho hasta la fecha. 
―No puedo decirte quién ha sido porque no lo sé y además prometí que si alguna vez me enteraba guardaría el secreto. ―Era consciente de que mi voz a veces sonaba demasiado dura, pero así era yo y así quería seguir siendo.
Mi carácter mantenía lejos a las personas con intereses turbios, y en una ciudad como aquella eso podría considerarse un don.
―Conmigo no tienes de eso ―dijo Kiath. Tenía razón, mi confianza era algo que le costó años conseguir, pero aun así permanecí en silencio.
No iba a poner en riesgo su vida. El misterioso hombre sin rostro que me había hecho el encargo se aseguró de dejarme claro que los que supieran ese dato morirían en sus manos.
Se presentó a mí vestido de negro y con una capucha tapándole la cara, pero ni con esas consiguió esconder el aura peligrosa que emanaba de su ancho cuerpo.
No sabía si era joven o mayor, si era atractivo o desagradable a la vista, pero lo que sí tenía claro era que los enormes cuchillos cruzados en su pecho lanzaban una advertencia que corroboraba con su voz grave.
―Ahora sí.
Me miró en silencio evaluándome. Debió de darse cuenta de que no iba a ceder en eso ya que volvió al tema que habíamos dejado atrás.
―Tu hermana y tú no pasaríais hambre si accedieras a casarte conmigo ―contestó cruzando los brazos sobre el ancho pecho.
Sus ojos rojos me retaban levantando una ceja en una cara llena de rasgos masculinos y atractivos.
Mi amigo era un Ignis de Alta Llama, lo que se traducía en que el alcance de su poder y de su belleza iban a la par. Tan solo una vez lo había visto sin camiseta; fue cuando nadamos juntos en el lago a las afueras de la ciudad. Todavía recuerdo las marcas de magia en la piel de su vientre: unos dibujos iridiscentes de color rojo que se asemejaban a las llamas. Todos los seres con magia elemental las tenían. Cuanto más poderoso era el ser, más altos eran los dibujos en el vientre.
A Kiath casi le llegaban al pecho.
―Sabes que eso no es una opción ―contesté guardando las alas. Me quité la camiseta sin espalda y Kiath fijó la vista en mis pechos desnudos―. Kiath, a ti te gustan los hombres ―dije guardándola en mi alforja―, y yo no me quiero casar.
Me puse una normal y guardé la camiseta hecha para las alas. Esa era la única prenda que me había fabricado yo misma.
―Tu hermana no lo sabe y ella sí que se quiere casar. Eso solucionaría vuestros problemas.
―Mi hermana se quiere casar por amor y tu no la vas a poder amar. Esa no es una opción ―resolví poniéndome la capa y cubriéndome la cabeza para ocultar mi cara.
Él volvió a levantar una ceja sonriendo como un gato.
―¿No es una opción que ella sacrifiqué el amor en su vida pero sí lo es que tu arriesgues la tuya casi diariamente?
―Solo juego las cartas que me han dado ―zanjé con voz monótona―. Me voy ya. Sia estará preguntándose dónde estoy.
Me di la vuelta y di siete pasos, pero la voz de Kiath me detuvo antes de salir de los límites de su propiedad.
―Arayan.
Me giré lentamente recordándome que Kiath era mi amigo y que no debía hundirle la cara en el barro.
―Sabes que no me gusta que me llamen así ―gruñí levantando la cabeza para que mis ojos fueran visibles para él.
Sonrió.
Mis padres me habían puesto el nombre de una antigua y poderosa reina. No sé bien porqué lo hicieron para luego prohibirme expresamente que lo usara, pero las marcas del látigo que utilizaba mi padre todavía me escocían cuando alguien me llamaba «Arayan».
―Es tu nombre ―repuso.
Ni siquiera él sabía que mi padre había muerto con ese látigo pegado a su mano amenazándome cada vez que le desobedecía de un modo u otro.
Mi piel se curaba rápido, pero algunas cicatrices, las más profundas e imposibles de ver a simple vista, todavía perduraban.
Di un paso amenazante hacia él y mi amigo rápidamente creó una línea de fuego que me impedía el movimiento.
Yo no había sido criada en la guardia regental, pero había recibido otro tipo de entrenamiento, uno muchísimo más peligroso.
Hacía varios años que Maek había muerto por culpa de una enfermedad, pero años atrás él había sido el más mortífero de los comandantes de la guardia Inmortal.
―Kiath ―bufé―. Ni siquiera Sia menciona mi nombre completo. Lo sabes ―gruñí.
Sabía porque lo estaba haciendo. Si él supiera los motivos por los que no utilizaba mi nombre completo no lo habría mencionado, pero como los desconocía debió de pensar que eso tan solo me fastidiaría, y yo sabía por qué me quería fastidiar Kiath; negarme a casarme con él no solo nos perjudicaba a mi hermana y mí: sus padres no iban a detenerse hasta encontrar a una mujer dispuesta a casarse con él, y eso era lo último que él necesitaba.
―Está bien, sí, lo sé ―admitió al percibir mi verdadero genio. Calló durante tantos segundos que me cansé de esperar. Estaba de espadas a él cuando al fin me llamó―: Ara ―susurró mi nombre en un hilo de voz tan quebradizo que apenas llegó a mis oídos―. Esto no va a ser una solución permanente. Algún día tendrás que casarte, unirte a la guardia regental o a la casa de acompañantes. Lo sabes. Cuanto más pospongas esa decisión peores cartas tendrás.
Me fui sin volverme ni contestar.
Las pisadas que dejaban mis botas en la hierba húmeda levantaban un olor que me recordaba a cuando de niña retozaba en el prado de detrás de mi casa con Sia. Metí mi pelo rojo debajo de la capucha para que no se agitara a cada paso que daba sobre el manto verde.
Kiath tenía razón, si me esperaba demasiado no me querrían ni en la guardia regental ni en la casa de acompañantes ya que sería demasiado mayor, y probablemente tampoco encontraría un marido que me permitiera tener un carné de decencia para poder trabajar, pero la vida me había enseñado a vivir al día, no a pensar en un futuro que quizás no llegaría nunca.
Me alejé de la casa de mi amigo con una mano sobre el diario del Inmortal escondido en la cinturilla de mi pantalón.
No sabía por qué aquel misterioso hombre de negro necesitaba ese diario, pero me olía que no iba a ser mi último encargo.
Mientras la noche lo cubría todo y el brillo de la luna iluminaba Ciudad Fuego, yo me dirigí aferrada al cuaderno a la peor y más ruidosa taberna del distrito Muerto.

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⏰ Última actualización: Feb 11, 2023 ⏰

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