El seminarista de los ojos negros.

91 7 2
                                    

En medio del frío invierno hacía un casucho viejo, vagaba de regreso un joven, de naranja cabello salvaje y ojos que parecen rayos de sol.

Todas las tardes regresa del bosque, mezclando el paso con el tarareó, cargando su trabajo, que no es nada más y nada menos que trozos de leño seco; mientras ve pasar en silencio a los seminaristas que van de paseo

Baja la cabeza, sin erguir el cuerpo, observa con sutileza, así como baja el tono del tarareó. Caminan en dos filas, pausados y reservados. Observa en silencio el elegante traje negro, sin más nota alegre sobre el traje negro que la beca roja, que ciñe el cuello y que por la espalda casi roza el suelo.

Un seminarista, entre todos ellos,
marcha siempre erguido, con aire resuelto.
La negra sotana dibuja su cuerpo así como negro es su cabello,
gallardo y airoso, flexible y esbelto.

Él, solo a hurtadillas y con el recelo
de que sus miradas sean notadas por sus compañeros,
desde que en la calle vislumbra a lo lejos
al jóven de naranja cabello.
Lo mira muy fijo, con mirar intenso.

Y siempre que pasa le deja el recuerdo
de aquella mirada donde misteriosamente también logra vislumbrar, suaves matices de añil en sus ojos negros.

Monótono y tardo va pasando el tiempo, se acaba la nieve y florece el cerezo, muere el verano y el otoño luego,
y vienen de nuevo las tardes plomizas de invierno.

Desde entonces, al costado del camino que lleva a un casucho viejo
siempre solo y triste; caminando y tarareando
un joven de naranja cabello
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

Pero no ve a todos.
Ve solo a uno de ellos,
su seminarista de los ojos negros;
cada vez que pasa gallardo y esbelto,
observa al joven que pide aquel cuerpo, con mirada anhelante y
fuertes deseos.

Cuando sale de paseo y en él fija sus ojos abiertos
con vivas y audaces miradas de fuego,
parece decirle:

—¡Te quiero!, ¡Te amo!,
¡Yo no quiero ser cura, yo ya no puedo serlo!
¡Si yo no soy tuyo, me muero, me muero!

Al joven entonces
se le oprime el pecho,
El suave andar suspende y olvida el canto que su único entretenimiento se a vuelto,
y ya vive sólo en su pensamiento
el seminarista de los ojos negros.

En una lluviosa mañana de invierno
El jóven que alegre saltaba del lecho,
escuchó tristes cánticos y fúnebres rezos;
por la angosta calle pasaba un entierro.

Un seminarista sin duda era el muerto;
pues, cuatro, llevaban en hombros el féretro,
con la beca roja por cima cubierto,
y sobre la beca, el bonete negro.

Con sus voces roncas cantaban los clérigos
los seminaristas iban en silencio
siempre en dos filas hacia el cementerio
como por las tardes al ir de paseo.

El jóven angustiado miraba el cortejo,
los conoce a todos a fuerza de verlos...
tan sólo, tan sólo faltaba entre ellos...
el seminarista de los ojos negros.

Corriendo los años, pasó mucho tiempo...
y allá en la calle del casucho viejo,
un pobre anciano de blancos y salvajes cabellos,
con la tez rugosa y encorvado el cuerpo,
Todas las tardes regresa del bosque, mezclando el paso con el tarareó,
cargando su trabajo, que no es nada más y nada menos que trozos de leño seco; mientras ve pasar en silencio
a los seminaristas que van de paseo

La labor suspende, los mira, y al verlos
sus ojos de sol, ya tristes y muertos
vierten silenciosas lágrimas de hielo.

Solo, viejo y triste, aun guarda el recuerdo
del seminarista de los ojos negros...








Esta es solo una adaptación de un poema que me enamoró cuando yo era niña. "El seminarista de los ojos negros" esta escrito por Miguel Ramos Carrión. Espero les haya gustado.

Atte: Sorann

El seminarista de los ojos negros (one-shot) Haikyuu Donde viven las historias. Descúbrelo ahora