Una señora encantadora

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La señora es una persona muy solícita a la que siempre le ha gustado tener invitados en casa. Bueno, no exactamente. Más que gustarle, es como si se sintiese obligada a ello. Siempre que algún visitante llama al timbre, salgo para recibirle. Cuando llego a la habitación de la señora para comunicarle quién ha venido, su cara está alerta, como si fuese un pequeño pájaro a punto de alzar el vuelo tras haber oído el aleteo de un águila. Se arregla el pelo rápidamente con una mano, se coloca el cuello del kimono y, sin dejarme terminar la frase, sale al pasillo y acude corriendo a la entrada para recibir a los invitados entre exclamaciones, empleando un extraño tono de voz similar a un silbato que me hacía dudar de si era llanto o risa. Entonces, va y viene del salón a la cocina, y de la cocina al salón, corriendo como una loca y con la mirada totalmente abstraída. Incluso a mí, que soy su criada, me pide disculpas cada vez que vuelca la olla o se le cae un plato. Cuando ya todos se han marchado, se tumba a solas en la sala de estar, exhausta, e incluso a veces se pone a llorar.

La señora procede de una familia adinerada de agricultores de la prefectura de Fukushima. Se casó con un profesor de la Universidad de Hongō que también era de buena familia. Solían comportarse como críos, quizá por el hecho de no haber tenido hijos. Vivían sin preocupaciones, e incluso daba la sensación de que nunca habían sufrido por nada. Entré a trabajar en esta casa hace cuatro años, cuando todavía estábamos en guerra. Su marido fue nombrado soldado nacional de segunda debido a su delicada salud. A pesar de ello, le llamaron a filas medio año después, con tan mala suerte que le destinaron a una isla del Pacífico meridional. Poco después acabó la guerra, pero su marido no regresó. No teníamos noticias de lo que podía haberle pasado. Incluso recibimos un día una carta del comandante del regimiento al que pertenecía en la que decía que era muy poco probable que hubiese sobrevivido. A partir de entonces, la señora empezó a tratar a sus invitados de un modo mucho más efusivo. Me daba muchísima pena verla comportarse de esa manera.

Al principio solamente venían familiares suyos, de vez en cuando. Hasta que apareció el doctor Sasajima. Cuando el marido de la señora fue destinado a aquella isla en medio del Pacífico, su familia empezó a mandarle abundantes cantidades de dinero, así que pudo seguir permitiéndose una vida tranquila y sin estrecheces. Pero, desde que el doctor Sasajima empezó a visitarla, la vida de mi señora cambió para siempre.

Este barrio, a pesar de encontrarse a las afueras de Tokio, está bien comunicado con el centro. Como afortunadamente no sufrió los estragos de la guerra, muchas de las personas que perdieron sus hogares en la capital se trasladaron aquí cuando esta terminó. Esa es la razón por la cual no hacíamos más que toparnos con desconocidos en las zonas comerciales.

Si no recuerdo mal, fue a finales del año pasado cuando la señora trajo al doctor Sasajima por primera vez a casa. Al parecer, se encontraron por casualidad en el mercado. Hacía diez años que no se veían. Y ese súbito reencuentro supuso para nosotras el comienzo de nuestras desgracias.

El doctor Sasajima tiene alrededor de cuarenta años, la misma edad que debería tener el marido de la señora. También da la casualidad de que es, como él, profesor de la Universidad de Hongō. Solo se diferenciaban en la especialidad: la de uno era la Literatura y la del otro la Medicina. Por lo visto, habían sido compañeros de instituto. También me enteré de que, antes de que construyesen esta casa, la señora y su marido pasaron cierto tiempo viviendo en un apartamento del barrio de Komagome, al norte de la ciudad, y que el doctor Sasajima, que por aquel entonces era soltero, vivía en el mismo edificio que ellos. Supongo que, al pertenecer a distintas especialidades, perdieron el contacto al venirse mi señora y su marido a vivir aquí. Así que, cuando unos diez años después, la señora se lo encontró por casualidad en un mercado de la zona, se llevó una buena sorpresa. Aunque entablaron conversación, la señora bien podría haberse despedido de él una vez hubiesen terminado de hablar, pero no. Mi señora era demasiado amable como para no ofrecerse a recibirle. Siempre era igual. Le dijo que su casa estaba cerca y, que si no tenía inconveniente, podía acercarse algún día a tomar algo. Aunque en realidad, según supe después, no tenía muchas ganas de que viniese, se mostró muy insistente. Es así como se comporta mi señora. Tiene miedo de decirles a los demás lo que piensa.

Colegiala, Osamu DazaiDonde viven las historias. Descúbrelo ahora